1. Sobre el alcance histórico de la elección de López Obrador
Massimo Modonesi, historiador y sociólogo de la Universidad Autónoma de México
Hay que festejar un acontecimiento histórico: la primera derrota electoral de las derechas mexicanas reconocida como tal. A la historia remitió también la promesa de mayor peso de la campaña de López Obrador (AMLO) y sus aliados, inscrita en el nombre mismo de la coalición: “Juntos haremos historia”.
El real alcance del Gobierno que nació del voto del 1 de julio obviamente irá decantándose en el tiempo y solo se podrá sopesar retroactivamente. Sin embargo, algunas cuestiones afloran inmediatamente como parte del debate que se abre a partir de este acontecimiento.
En primer lugar, con la elección de López Obrador culmina un largo y tortuoso proceso de transición formal a la democracia en tanto se realiza la plena alternancia en el poder al reconocerse la derrota electoral de las derechas y la correspondiente victoria de la oposición de centro-izquierda, aquella que había aparecido en 1988 para disputar al PAN el lugar de oposición consecuente. Cabe recordar, a treinta años de distancia, que desde entonces se asumía que el PAN era una oposición leal, que comulgaba con el neoliberalismo emergente y con el autoritarismo imperante.
La alternativa planteada por el neocardenismo y el PRD simplemente propugnaba el retorno al desarrollismo, pero con un acento más pronunciado hacia la justicia social y con otro diagnóstico sobre las causas de la desigualdad respecto del programa actual de AMLO y Morena que coloca a la corrupción como el factor sistémico, como causa y no como consecuencia de las relaciones y los (des)equilibrios de poder.
El horizonte de la revolución democrática implicaba un proyecto de transición no solo formal sino substancial: el igualamiento de las disparidades socio-económicas como condición para el ejercicio de la democracia tanto representativa como directa.
El círculo de la alternancia -y también del beneficio de la duda- que se cierra con esta elección, marca sin duda un pasaje histórico significativo pero que no garantiza el alcance histórico del proceso que sigue.
Más aún si las expectativas son tan elevadas como las que suscita AMLO al sostener que encabezará la cuarta transformación de la historia nacional, autoproclamándose el heredero de Morelos, Juárez, Madero y Cárdenas. Lejos de todo izquierdismo, privilegia el rasgo moralizador y el perfil de estadistas y demócratas de estas figuras.
No hay truco ni engaño, a la letra de su programa y de su discurso de campaña, esta transformación atañe fundamentalmente a la refundación del Estado en términos éticos y, solo en segunda instancia, ésta tendrá las reverberaciones económicas y sociales necesarias para la estabilización de una sociedad en crisis.
Del éxito de la cruzada anticorrupción se deriva no solo la realización de la hazaña histórica de moralizar la vida pública, sino la posibilidad de lograr tres propósitos fundamentales: pacificar el país, relanzar el crecimiento vía mercado interno, redistribuir el excedente para asegurar condiciones mínimas de vida a todos los ciudadanos. Se trata de una ecuación que, para convencer propios y extraños, ha sido repetida hasta el cansancio durante la campaña.
Respecto de los gobiernos progresistas latinoamericanos de las últimas décadas, el horizonte programático de AMLO está dos pasos atrás en términos de ambiciones antineoliberales, mientras destaca por la insistencia en la cuestión moral, justo en la que muchos de esos gobiernos naufragaron, y, por otra parte, por tener ante sí el desafío de la pacificación, con todas las dificultades del caso, pero también con la oportunidad de tener un impacto profundo y marcar un cambio substancial respecto del rumbo actual. Por la urgencia y la sensibilidad que lo rodea, será en este terreno -más que en cualquier otro- donde se medirá el alcance del nuevo Gobierno, su popularidad y estabilidad en los próximos meses.
Por otro lado, la promesa de hacer historia convoca en principio a todos los ciudadanos, “juntos”. Sin embargo, más allá de la transversalidad y la voluntaria ambigüedad de esta convocatoria de campaña, todo proceso político implica atender la espinosa definición del sujeto que impulsa y el que se beneficia del cambio.
La fórmula obradorista, desde 2006, tiene un tinte plebeyo y anti oligárquico: se construye sobre la relación líder-pueblo y la fórmula “solo el pueblo puede salvar al pueblo”. Al mismo tiempo, tanto Morena como la campaña fueron construidos alrededor de la centralidad y la dirección incuestionable de AMLO, una personalización que llegó al extremo de llamar el acto de cierre de campaña AMLOfest y de usar el acrónimo AMLO como una marca o un hashtag (#AMLOmanía).
Pero, junto al pueblo obradorista y a su guía, están otros grupos con creencias y prácticas muy diversas entre sí: los dirigentes de Morena y de los partidos aliados (PT y PES) y toda la pléyade de grupos de priistas, perredistas y panistas que, oportunistamente, cambiaron de bando al último momento.
También están vastas franjas de clases medias conservadoras, así como sectores empresariales a los cuales AMLO dedicó especial atención en la campaña en el afán de desactivar su animadversión y para poder contar con su colaboración a la hora de tomar posesión del cargo. Cada uno de ellos exigirá lo propio, pero sobre todo serán valorados en relación con su especifico peso social, político y económico en aras de mantener el equilibrio interclasista y la gobernabilidad.
Entonces “juntos” y revueltos, siguiendo el esquema populista, una abigarrada articulación de un vacío que solo pudo llenar la ambigüedad discursiva y ahora la capacidad de arbitraje y el margen de decisión del líder que la elaboró y la difundió. Entre equilibrios precarios y alianzas variables, se vuelve imprescindible el recurso a la tradición y la cultura del estatalismo y del presidencialismo mexicano -con sus aristas carismáticas y autoritarias- que, no casualmente, no fue cuestionado a lo largo de la campaña obradorista.
Al margen de los contenidos que, como anuncia el programa, oscilarán entre una substancial continuidad del modelo neoliberal, condimentada con dosis limitadas de regulación estatal y de redistribución hacia los sectores más vulnerables, la cuestión democrática es la que podría paradójicamente frustrar las expectativas de cambio histórico para reducirse a un esquema plebiscitario bonapartista, ligado a la figura del líder máximo que convoca a opinar sobre la continuidad de su mandato u otros temas emergentes.
El culto a las encuestas al interior de Morena, tanto las que sirvieron para seleccionar a los candidatos como las que sostuvieron el triunfalismo de la campaña, podrían ser el preludio de un nuevo estilo de gobierno, en el cual el pueblo sea asimilado a la opinión pública.
Esperemos que la transición formal a la democracia que hemos presenciado el 1 de julio y la experiencia de un gobierno progresista tardío en México no cierren las puertas a la participación desde abajo y, por el contrario, propicien el florecimiento de instancias de autodeterminación. Esto sí que podría abrir la puerta a una transformación de portada histórica.
2. Modonessi : La izquierda no debe ni puede confundirse con el progresismo.
Entrevista con Massimo Modonesi*
Tu trabajas sobre los movimientos sociales desde una perspectiva marxista. La relación entre ambos ¿es problemática, productiva, poco sostenible? ¿Cómo ves esa conexión y en función de eso cómo defines los movimientos sociales?
Yo hablo de subjetivación política, de luchas y de movimientos socio-políticos y, en particular, de movimientos antagonistas para evitar caer en ambigüedades de la categoría de movimientos sociales que, por una parte, tiene una escurridiza amplitud omnicomprensiva y, por la otra, una connotación que evoca a los llamados “nuevos movimientos sociales” y una perspectiva que tiende al culturalismo.
Acepto solo a regañadientes la etiqueta académica de sociología de la acción colectiva de los movimientos sociales para poder entrar a disputar su significado e interpretación hablando de acción política, subjetivación política y movimientos socio-políticos.
Sostengo un abordaje marxista en tanto creo que hay que destacar los rasgos políticos y el potencialmente antisistémicos de las luchas sociales, es decir que ponen en tensión un orden reconociendo su totalidad –económica, social, política y cultural– que, en última instancia, remite a una matriz capitalista dada , pero histórica y geográficamente variable.
También insisto en el que llamo el “principio antagonista”: la dinámica conflictual, de insubordinación, que desarticula la condición subalterna y proyecta una subjetividad socio-política tendencial y potencialmente autónoma. Creo que hay que volver a pensar la “lucha”, es decir la acción, y las “clases y los grupos subalternos”, es decir los sujetos, para entender la lógica, la dinámica y las formas de la lucha de clases de nuestros días.
Distingues entre un marxismo dogmático y un marxismo crítico ¿Qué corrientes incluyes en cada uno?
Esta distinción es clásica y recurrente, un recurso de delimitación básico en la tradición marxista. Todo marxismo que se pretende crítico ajusta cuentas con su contraparte ; el marxismo que se asume como dogmático u ortodoxo.
En mi caso, ya que me inscribo en una tradición gramsciana de izquierda rechazo el marxismo economicista, reduccionista y mecanicista de matriz estalinista. Por otra parte, entre los marxismos críticos, que son muchos, privilegio aquellos que desarrollaron la cuestión subjetiva –sin caer en el voluntarismo–, desde los clásicos (Lenin, Rosa Luxemburgo, Trotsky, Lukács, Gramsci etc.) hasta los contemporáneos.
Hacer una lista de autores contemporáneos imprescindibles es más difícil porque creo que hubo cierta crisis de la teorización marxista sobre el sujeto y la acción política, en parte por un anquilosamiento y una repetición mecánica de los clásicos y en parte por una derrota política que provocó una crisis teórica justamente en esta veta del marxismo (la del sujeto y la acción) más que en otras (la crítica al capitalismo o la contradicción capital/trabajo o la teoría del Estado, por ejemplo).
¿Cómo concibes el proceso de politización y la relación que tiene con categorías como clase y lucha de clases?
Como decía anteriormente, yo no renuncio a estos conceptos, pero creo que hay que volver a pensar su contenido y su alcance. Creo, que no solo hay que evitar la idea de la autonomía de lo político sino la autonomía de lo cultural es decir anclar lo político y lo cultural en la disputa por las condiciones materiales de existencia, no desconocer las dimensiones, las causas y los anclajes culturales de demandas de reconocimiento -reivindicaciones democráticas o por derechos civiles- pero asumiendo su alcance político (anti)sistémico y no perder de vista el hilo conductor que las ata a las condiciones clasistas de existencia que caracterizan las sociedades capitalistas.
Politizar estas luchas es llevarlas a un plano clasista –o simplemente visibilizarlo– así como aquellas que son clasistas pero estrictamente reivindicativas deben proyectarse a nivel político y cultural. En este sentido la politización es el punto de inflexión estratégica, de allí derivan las capacidades/posibilidades de organización, movilización y, eventualmente, radicalización, las cuatro componentes de un movimiento antagonista.
Utilizas como centrales las categorías de antagonismo y autonomía ¿Cómo las definirías? ¿Son ideas marxistas o neo-marxistas? ¿Cómo ves la relación entre conquista de autonomía y organización política?
Utilizo la categoría de antagonismo, que es de origen marxista, en un sentido preciso, subjetivo, como experiencia de insubordinación, la incorporación del conflicto por medio de la lucha como componente fundamental de todo proceso de subjetivación política. En este sentido, es la mediación entre la subalternidad (experiencia de subordinación) y la autonomía (experiencia de autodeterminación).
Autonomía, en el debate marxista, es sinónimo de independencia de clase como dato, como escisión y ruptura con las clases dominantes y explotadoras pero también (como algunas corrientes han insistido) es un proceso que implica el ejercicio de prácticas de autodeterminación que, en sí mismas, constituyen una expresión de conquistas subjetivas, de emancipación parcial, y que prefiguran una sociedad de libres e iguales.
Yo las considero ideas marxistas no solo porque se anclan a debates clásicos sino porque el desarrollo que propongo se mantiene en el perímetro de esta tradición teórica, que siempre supo renovarse. Insisto en ello para contrastar la tendencia al posmarxismo.
En un plano más académico también se podría definir mis propuestas como neomarxistas para destacar el elemento de novedad, pero prefiero evitar malentendidos y sostener su carácter marxista, por ello siempre pongo esta palabra –maldita en la academia– en los títulos de mis libros más teóricos.
¿Qué relación te parece que tiene una teoría marxista de la acción política con una concepción más tradicional del marxismo clásico como es la de la estrategia?
Me parece que están estrictamente emparentadas, son dos problematizaciones y resoluciones narrativas distintas a un mismo problema práctico. La cuestión estratégica es más inmediatamente política y militante, con sus vicios y virtudes, mientras que una teoría marxista de la acción política remite a las coordenadas socio-políticas que le subyacen, al análisis y estudio de la configuración subjetiva, de sus límites y alcances. La una necesita a la otra.
Habría que reflexionar más sobre su relación y sus interferencias recíprocas en lugar de avanzar en líneas paralelas en una separación de universos marxistas militantes e intelectuales. A bote-pronto se me ocurre que a la teoría política le vendrían bien asumir sistemáticamente el imperativo del análisis concreto de la realidad concreta, es decir medir sus hipótesis con situaciones y casos reales, es decir bajar de la nube de la filosofía política.
Por otra parte, la estrategia debería poder incorporar de forma más profunda el principio de la contradicción y de la autocrítica, es decir aun cuando necesariamente está ligada a la toma de decisiones, no torcer la realidad para justificarlas de forma unilateral sino asumir que toda decisión estratégica es provisional e incierta, susceptible de ser modificada o corregida, aun cuando se transforma en idea-fuerza, en consigna.
Un principio de prevención autocrítica que no implica abdicar de la capacidad o posibilidad de leer las situaciones e indicar caminos. Habría que pensar la integración entre teoría política y pensamiento estratégico en clave pedagógica, pensando en la formación política, en elevar nuestra propia cultura política marxista.
Trabaja con la teoría de Gramsci pero tomas distancia de la «gramsciología» ¿Qué aportes te parecen los más destacable al debate gramsciano, entendido éste en un sentido amplio, en América Latina?
Me nutro de la “gramsciología” cuando aclara y precisa cuestiones y aspectos de la obra de Gramsci, me alejo en tanto creo que hay que poder y saber salir de los laberintos filológicos para usar a Gramsci, aprovechando su potencial teórico en aras de forjar y renovar nuestro arsenal conceptual, con el cual –dicho sea de paso más allá de lo ritual– queremos pensar pero también cambiar el mundo.
Creo que hubo y hay aportes fundamentales en América Latina porque aquí la obra y los conceptos de Gramsci han sido menos fetichizados por interpretaciones academicistas (aunque la tendencia ya se instaló) y han sido vinculados a debates fundamentales de comprensión de la realidad histórica y política y han estado por lo tanto en contacto con el debate estratégico que señalabas en la pregunta anterior.
Utilizaste el concepto gramsciano de revolución pasiva para analizar los gobiernos latinoamericanos de los últimos años. Este análisis recibió críticas, sin embargo, me parece que apunta a algo acertado que es señalar que los gobiernos «progresistas» fueron pacificadores de las movilizaciones populares. Hablaste de un proceso de «resubalternización» ¿De qué se trata y qué relación tiene con los posteriores avances de la derecha?
El concepto de revolución pasiva me permitió no separar el análisis de los alcances (limitados) de las reformas con la dimensión de la desmovilización y despolitización de las clases subalternas, temas que no me parece que siempre han sido interpretados atendiendo su estrecha articulación en el terreno concreto.
Pasivizar, subalternizar, es decir limitar los alcances del antagonismo y de las conquistas en términos de autonomía y volver a crear las condiciones óptimas de la subordinación es causa y consecuencia del reformismo conservador: el reformismo sirve para contener la lucha de clases y restablecer o mantener un orden jerárquico y, al mismo tiempo, la contención es la condición necesaria para realizar los ajustes reformistas necesarios para garantizar la estabilización conservadora.
Esto se relaciona con el retorno de las derechas en la medida en que, en un momento dado, realizada la tarea, el progresismo es prescindible para garantizar la acumulación de capital y, frente a una ofensiva de plena restauración neoliberal, no tiene recursos de movilización y politización para sostenerse y ya no puede apelar a la lucha de aquellos que desmovilizó, desorganizó y despolitizó.
Al mismo tiempo, si me permites una anotación que alude a la situación argentina y brasileña, no estoy seguro que las derechas estén en condición de relevar al progresismo, que tengan capacidad hegemónica para remplazar eficazmente el proyecto de revolución pasiva. Así que es posible que se dé, pasivamente, una vuelta al progresismo más rápidamente de lo que se esperaría cuando se percibió su ocaso, el fin de ciclo que empezó en 2015. A menos que se logren abrir escenarios de radicalización hacia la izquierda , que no veo probables pero que obviamente auguro y, para los cuales hay que trabajar cotidianamente.
Hace un tiempo escribiste con Maristella Svampa sobre pensar el «pos-progresismo» y destacabas la importancia de los movimientos en defensa de los recursos naturales, los pueblos originarios y otros para ejercer la resistencia a las políticas de los nuevos gobiernos ¿Qué rol te parece que está jugando la clase trabajadora en estos procesos? Y más en general, ¿cómo ves la posible articulación entre la clase obrera y los demás movimientos sociales?
En este texto también destacámos el papel de las luchas obreras y de la juventud. Creo que los trabajadores juegan un rol permanente, que el conflicto capital/trabajo produce constantemente lucha, que es el motor de toda subjetivación política antagonista y autónoma. La cuestión es cómo lograr que ésta lucha “ordinaria” trascienda, se politice, encuentre y genere momentos de intensificación. Esta ampliación depende de coyunturas críticas, de la capacidad/posibilidad de generar crisis políticas.
La lucha ordinaria de los trabajadores organizados no siempre logra producir estas situaciones de intensificación y expansión. La mayoría de las veces, en nuestros tiempos, son otros sectores en lucha los que producen un quiebre que abre la grieta. Por ello creo que los jóvenes y los estudiantes tienen un papel histórico; cada generación puede y debe asumir el papel de conciencia crítica y de rompehielos. También las comunidades indígenas o campesinas, allá donde tienen un peso importante, pueden cumplir un papel relevante por la carga simbólica y moral que le imprimen a sus demandas materiales.
Sin los trabajadores organizados estos movimientos no tienen potencia y base sólida, pero los trabajadores organizados no logran romper cierto aislamiento social si no se conectan con otros movimientos y otras fracciones de clase que suelen tener, en nuestro días y en nuestras sociedades, más capacidad o posibilidad de desordenar las alianzas de clase, el bloque dominante y generar una situación de conflicto a gran escala.
Un sector de la intelectualidad de izquierda tiene un respeto reverencial por el vicepresidente de Bolivia Álvaro García Linera. Dijiste que es un «intelectual transgénico», cuéntame los motivos de esa polémica…
Te refieres a un articulito que escribí en caliente cuando García Linera se lanzó contra los intelectuales de “cafetín” y a los “troskos verdes”. Decía irónicamente «intelectual transgénico» para contraponerlo al intelectual “orgánico” al que se refería Gramsci, un autor que García Linera usa y acomoda como le place.
El intelectual orgánico gramsciano es parte de los movimientos y tiene una postura de clase, pero con un corolario fundamental que reside en el dicho que Gramsci reproducía con frecuencia: la verdad es revolucionaria. En este sentido, la tensión intelectual entre ser factor de construcción y acumulación de fuerzas, de poder y ser crítico del poder suele producir una escisión que, en el caso de García Linera y muchos otros, implica una disciplina y una autocensura que deriva en ocultar o negar la verdad, en construir un discurso que, para usar una jerga marxista clásica, produce ideología como distorsión y no ideología como visión de mundo.
En este sentido, estos intelectuales dejan de ser orgánicos, dejan de cumplir el papel de acompañar y fortalecer la formación de movimientos basados en subjetividades antagonistas y autónomas que se nutren de la crítica y la autocrítica y se vuelven híbridos, transgénicos, al defender una construcción de poder que se impone desde arriba discursiva como prácticamente.
Vives en México hace muchos años. Es un país que ha pasado por cambios muy importantes en las últimas décadas y con fenómenos muy complejos ¿Cómo ves la situación de la izquierda y de los movimientos en lucha?
En este contexto nacional muy alarmante en distintos planos que no puedo resumir en pocas palabras, la candidatura de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) se está volviendo un punto de convergencia interclasista ya que sus propuestas son tan desperfiladas y ambiguas que logran empatar con el sentido común. Logra combinar el mínimo de propuestas de reformas y cambios considerados indispensables con el máximo de conservadurismo y ocupar el centro del debate.
Al mismo tiempo, sectores más politizados y movilizados critican a AMLO no solo por la moderación de su programa, por vislumbrar que son simples correctivos al modelo neoliberal, sino también por la falta de democracia en MORENA, que tiene un estilo autoritario de liderazgo, así como por la falta de apertura real hacia otras expresiones de la izquierda social o de las luchas en curso y, por último, porque abrió las puertas de su campaña y su partido a todos los fugitivos de PRI, PAN y PRD, incluso a los de dudosa moralidad o que son derechistas y también a aquellos que se han contrapuesto frontalmente a luchas y movimientos sociales del pasado reciente.
La campaña zapatista de la pre-candidatura de Marichuy tuvo el acierto de colocar la cuestión del anticapitalismo y de las resistencias y las luchas desde abajo. Algo que podía haber sido el antecedente de una confederación o una convergencia. Al mismo tiempo, además de problemas de organización, pagó los costos de un contexto poco favorable, tanto por un momento de relativa debilidad de las luchas, como por la ausencia de un polo de izquierda porque la situación nacional empuja el “voto útil” hacia AMLO, inclusive de sectores que se sitúan más a su izquierda.
Por último, el EZLN que apadrinó la precandidatura de Marichuy, después de la experiencia fallida de “La Otra campaña” en 2006 no goza del mismo prestigio y capacidad de convocatoria habiendo voluntariamente delimitado un perímetro de alianzas y de lealtades. En buena parte, porque la situación de violencia del país genera miedo y dificulta los procesos de politización y movilización.
Por otra parte, la ilusión electoral generada por AMLO y MORENA es el resultado evidente de retroceso programático y organizacional inclusive respecto del PRD de 1989. Casi podemos afirmar que ya no existe un partido de izquierda en México. Lo mejor sería que ganarán no solo para limitar los daños del neoliberalismo corrupto y violento que padece México sino también para liberar el espacio de izquierda que están ocupando .
Los recursos para un resurgimiento de izquierda en México se encuentran dispersos en las luchas, las organizaciones y los colectivos que defienden una alternativa más radical, con tintes anticapitalistas. En particular, un recurso importante e indispensable en el mediano plazo, es la generación de jóvenes y estudiantes que se movilizaron en 2012 y en 2014, en contra la imposición electoral y en contra de la violencia política y la represión estatal. Aunque no están siendo los protagonistas de la coyuntura, son una reserva estratégica para el posible resurgimiento de una izquierda radical en México.
Desde tu óptica, ¿cómo ves la situación argentina y el rol del frente de izquierda?
Envidio a la Argentina por la existencia de un Frente de Izquierda, algo que en México no hemos logrado construir pero que, si llega al gobierno del progresismo encarnado por López Obrador, podría llegar a construirse, bajo formatos mexicanos es decir con, lamentablemente, una menor carga de clasismo y de marxismo revolucionario que en el caso argentino.
Con esto estoy diciendo que envidio el perfil radical del Frente de Izquierda, aun cuando el radicalismo a veces puede estar acompañado de gestos reflejos de sectarismo, propio de tradiciones que vivieron demasiado tiempo en la marginalidad y en las disputas del submundo de la ultraizquierda.
Por último, creo que es indispensable, aún en tiempos de derechización, mantener un perfil distinto al del progresismo tanto en México como en Argentina en donde la izquierda no se puede ni debe confundir con el kirchnerismo, aun cuando éste adopte un perfil opositor, revitalice la retórica nacional-popular y llame instrumentalmente a la movilización.
Al mismo tiempo, como argumentaba Gramsci (y sostuvieron varias corrientes marxistas y trotskistas en el pasado), en la resistencia peronista no se puede desdeñar lo nacional-popular como expresión de conciencia y disposición a la lucha. Me parece que el Frente de Izquierda tiene un desafío importante en esta coyuntura para disputar y ocupar el lugar de la única oposición consecuente, es decir antisistémica buscando articular el anti-neoliberalismo y anti-capitalismo para ir acumulando fuerzas, fomentar la organización y la formación política de sectores importantes de trabajadores y de jóvenes.
Creo que vivimos tiempos difíciles, que todavía no salimos de la derrota del siglo XX, pero podemos revertir la tendencia y empezar a reconstruir un movimiento socialista y revolucionario que no sea simplemente testimonial sino que acompañe, se nutra y retroalimente las luchas de las clases subalternas.
*Massimo Modonesi es historiador y sociólogo, docente de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México. Nacido en Roma, vive hace muchos años en el país azteca. Es autor de múltiples artículos y libros como Subalternidad, antagonismo, autonomía. Marxismos y subjetivación política, El principio antagonista. Marxismo y acción política y Revoluciones pasivas en América. Forma parte también de la Asociación Gramsci de México.