La tentación populista: el abandono del marxismo y el secuestro de Gramsci

Por Alejandro Sánchez Berrocal , investigador del Instituto de Filosofía del CSIC y de la UNED*

El incierto y ambivalente ciclo de protestas que denominamos con el nombre Movimiento 15-M (2011-2015) transformó considerablemente la semántica política que terminaría por adquirir carta de naturaleza en la discusión pública española. Todo el mundo parecía haber realizado un “curso exprés” del así llamado “discurso contrahegemónico”: el Estado moderno como trinchera avanzada tras la que se encuentran fortalezas y casamatas de la sociedad civil, la “crisis orgánica de régimen”, la necesidad de conquistar el poder ideológico-cultural antes de alcanzar el político, las reflexiones sobre la “hegemonía” y el papel de los “intelectuales”, así como un largo etcétera.

Si algo tienen en común todas estas consignas –no pocas veces reducidas a mera letra muerta o desfiguración teórica– es que remiten al filósofo comunista italiano Antonio Gramsci (1891-1937), quien devino protagonista en el ambiente intelectual del populismo español: se ha hablado de él como “ideólogo de Podemos” e incluso su “padre espiritual”, a la vez que se ha hecho referencia a un conjunto de ensayistas afines al partido como parte de la “Generación Gramsci”. Su líder, Pablo Iglesias, llegó a admitir “que tras los presupuestos teóricos y sobre comunicación de Podemos hay una lectura muy específica de Gramsci”. Lamentablemente, el hábito no hace al monje y, como veremos a continuación, esta “lectura muy específica” consiste más bien en una distorsión conceptual (y por lo mismo con consecuencias políticas) del pensamiento gramsciano.

Esta nueva lectura de Gramsci, filológicamente insostenible y políticamente incongruente, en realidad no es tan nueva: la reciente asimilación de (supuestas) tesis gramscianas tuvo lugar por la vía de Ernesto Laclau (1935-2014), un filósofo posmoderno que –junto a la oleada eurocomunista a partir de los años 1970– tiene el dudoso honor de haber usado y abusado de Gramsci del modo más aventurero y desafortunado posible. En este escrito me gustaría valorar críticamente el secuestro populista de algunas ideas centrales del pensamiento gramsciano, aunque sea de un modo abreviado e impresionista.

Resulta imposible aproximarnos a la interpretación populista de Gramsci sin antes apuntar algunas notas sobre el gradual abandono e incluso rechazo del marxismo que sus figuras más representativas, Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, vienen realizando desde el incio de su obra amparados bajo el confuso planteamiento “posmarxista” que, en realidad, más bien debería llamarse “antimarxista”. La historia no es nueva: el giro lingüístico de las ciencias sociales, la irrupción del posestructuralismo francés y el psicoanálisis lacaniano, la victoria del “pensamiento débil” y la “condición posmoderna”, entre otros ejes temáticos del supuesto “pensamiento crítico” de las últimas décadas, al mismo tiempo que firmaban el acta de defunción de los “grandes relatos” se centraban en demoler con especial ensañamiento solamente uno de ellos: el marxismo.

Ya en Hegemonía y estrategia socialista (1987), Laclau y Mouffe se propusieron, según sus propias palabras, una “subversión de las categorías del marxismo clásico”. El problema es que la caracterización que realizan del “marxismo clásico” no se corresponde con las ideas que forman parte de la tradición marxista (Marx, Engels, Lenin, Gramsci, Lukács, etcétera). Como ya señaló Norman Geras en su artículo Ex-Marxism without substance: being a real reply to Laclau and Mouffe (1988, New Left Review I/169), los teóricos del populismo caricaturan el marxismo de una forma espuria y extravagante, planteando dicotomías rígidas alejadas de la realidad: al supuesto “economicismo”, “esencialismo” y “objetivismo” de inspiración marxista habría que oponerle un posmarxismo más “contingente” y centrado en el “discurso”.

¿Pero es realmente el marxismo un pensamiento anquilosado e inflexible? Para Laclau y Mouffe, en buena consonancia con los antimarxistas a izquierdas y derechas, no hay ninguna duda: según la tradición marxista, las leyes de la economía serían férreas y concluyentes así como las fuerzas productivas tendrían una valencia neutra, la pauperización de la clase obrera implicaría la homogeneización y unidad de los agentes sociales en un único sujeto privilegiado, las relaciones de producción serían el lugar preferente –y en última instancia único– de los “intereses” histórico-políticos del movimiento comunista, etcétera, etcétera. Son las mismas ideas clásicas que la vulgata liberal-conservadora repite sobre el marxismo; lo sorprendente es que sea el llamado “pensamiento emancipador” quien haya asumido de manera acrítica todos estos tópicos tan falsos como nocivos.

Entremos en el asunto. El marxismo no considera el desarrollo de las fuerzas productivas “como un proceso neutro”, para ello solo basta leer el libro primero de El Capital y observar cómo la fabricación de mercancías y valorización del capital necesita un control explícito y disciplinario (a través de una violencia histórica, política y social) por parte de las clases burguesas. Laclau y Mouffe estarían atribuyéndole a Marx aquello que él mismo criticó de la actitud apologética de la economía burguesa, ya que las relaciones capitalistas no consisten en un “proceso neutro” que emana de las propias exigencias del sistema de producción, sino del antagonismo (que puede darse en diferentes y variados planos) inherente a las relaciones de dominación y resistencia entre burguesía y proletariado, principalmente. Es más, como tantos autores han tratado de exagerar, la economía en Marx no es una “fuerza todopoderosa, que parece operar sin trabas”, sino más bien todo lo contrario: el filósofo alemán jamás separó los procesos de producción económica de la reproducción social. Es realmente desagradable tener que insistir, todavía hoy, sobre cuestiones tan obvias.

En fin, al obligar Laclau y Mouffe a que el lector se decida entre la caricatura del marxismo y su posición consiguen un efecto tan heurístico como fariseo: se plantea una falsa dicotomía de tipo adialéctico, pero siempre trucada de antemano, porque una de las opciones no se corresponde con la realidad. El mismo Marx que en 1877 escribía al director del Otiechéstvennie Zapiski a propósito de la imposibilidad de una teoría histórico-filosófica general es acusado, por Laclau y Mouffe, de proponer una “teoría de la historia”. Los ejemplos pueden multiplicarse hasta el infinito. Aquí apuntamos, al menos, el esquema general de procedimiento y sus consecuencias.

¿Qué sucede con esta deconstrucción? La heterogeneidad radical, el vacío total donde no hay ninguna posición desde la que abordar un análisis racional, íntegro y coherente de los procesos capitalistas y, en último término, de la totalidad social (categoría que seguramente sería rechazada por los “posmarxistas” por hegeliana).

Con gran acierto lo señala Ellen Meiksins Wood al admitir que el “posmarxismo” de Laclau y Mouffe tiene como consecuencia la supresión de toda condición histórica, de posibles vínculos entre causas y efectos, de referencias a la lucha de clases y procesos objetivos, etcétera. “No hay determinaciones, no hay relaciones, no hay causalidad. No hay condiciones históricas, conexiones, límites, posibilidades. Solo hay yuxtaposiciones arbitrarias, ‘coyunturas’ y contingencias. Si hay algo que mantenga unidos los débiles y aislados fragmentos de la realidad, es solamente la lógica del discurso”, criticaba hace décadas la historiadora canadiense.

De este modo, las categorías y herramientas marxistas quedan vaciadas políticamente y dispuestas a ser rechazadas para siempre o empleadas de infinitas formas según la “coyuntura” sobre una realidad social que se presenta compuesta de “juegos de lenguaje” y “significados flotantes”. Al final, la pulsión irracional que late en la teoría populista termina por otorgar a cualquier movimiento social la capacidad de articular hegemonía en sentido progresivo: desde el nacionalsocialismo al fascismo italiano, pasando por Perón. Allí donde no hay análisis de condiciones y estructuras objetivas, genealogías histórico-económicas y estudios de las tendencias sociales, solo quedan la deconstrucción, el nihilismo y el voluntarismo absoluto del “discurso” que, usado de un modo fetichista y mistificador, cumple la función de encubrir las relaciones capitalistas realmente existentes a través de un puñado de eslóganes tan autocomplacientes como triviales. Todo esto es algo muy lejano de las posiciones de Antonio Gramsci, como pretendo mostrar en los siguientes párrafos.

Una vez Laclau y Mouffe se aseguran de haber construido un hombre de paja, previa manipulación de la matriz marxista, están en posición de otorgarle a Gramsci un papel estrafalario y grotesco dentro de esa tradición: un “deconstructor” de los aspectos supuestamente más atrofiados del pensamiento de Marx que, sin embargo, no terminaría por desprenderse de ciertos elementos “esencialistas”. El hecho de que esta sea la consideración populista de la posición objetiva que el italiano adquiere en la constelación del “marxismo occidental” da buena prueba de su ignorancia y confusión. Acudamos específicamente a dos conceptos para ilustrar esta cuestión: “sociedad civil/Estado” y “hegemonía”.

En lo que respecta al análisis e interpretación de la geografía institucional y la composición de clases que afectan al par “sociedad civil” y “Estado”, nuestra tesis es que la teoría populista parte de una óptica liberal que no tiene nada en común con el pensamiento gramsciano.

El error cuenta, incluso, con nombres, apellido y fecha: en 1977 Norberto Bobbio afirmó en un artículo que “en Gramsci, la sociedad civil no pertenece al momento de la estructura, sino al de la sobrestructura”. En este texto de referencia para Laclau y Mouffe, la idea del jurista italiano consiste en contraponer, de forma irreconciliable, sociedad civil y Estado en la filosofía de Gramsci, lo que en realidad no encaja muy bien con sus consideraciones sobre el “Estado integral” como veremos inmediatamente. De este modo, la sociedad civil quedaría desligada del momento económico y adquiriría autonomía propia como la esfera cerrada de la “moral”, la “cultura” o los “intelectuales”, mientras que la economía quedaría del lado de la sociedad política. Esta dicotomía es bastante ajena para un Gramsci que dedicó buena parte de sus esfuerzos intelectuales a romper lo que denominaba “la impostura del movimiento liberal”, es decir, convertir en distinción orgánica lo que es meramente una distinción metodológica: “sociedad política” y “sociedad civil” no son dos momentos separados, sino atravesados por procesos de reciprocidad, ósmosis e intervención mutua.

La lectura populista comparte aquí, punto por punto, la retórica e ideología sobre los “derechos individuales” que la contrarrevolución neoliberal se encargó de extender desde 1968 y cuyo núcleo es la idea de “autonomía” de la sociedad civil como lugar privilegiado de la reivindicación y la protesta. Al mismo tiempo que se deja intacto al Estado-nacional, las cuestiones de fuerza, coerción y dominio capitalistas –también y sobre todo en los regímenes parlamentarios– se neutralizan y eternizan como mera cuestión de consenso.

Se olvida, así, la enseñanza central de Gramsci en lo que respecta al poder político: la necesidad de “hacerse Estado” (farsi Stato), comprender las intersecciones entre la sociedad civil y la sociedad política como el lugar y el proceso donde llevar a cabo la lucha política, no la mera difusión cultural y la crítica moralística.

La noción central del pensamiento gramsciano, “hegemonía”, es ampliamente usada y discutida por Laclau y Mouffe. La teoría populista se equivoca en su interpretación del concepto principalmente por tres razones: la desconexión con su matriz leninista, el carácter “antipolítico” que adquiere y el reduccionismo idealista al que se le somete. Por lo que respecta al primer motivo, resulta realmente extraño que el populismo vea en Gramsci una “ampliación” del concepto de hegemonía como algo más que la “mera alianza de clases”, tal y como lo habría pensado Lenin, para quien el liderazgo sería “meramente político” y no intelectual o moral. Y digo que resulta extraño porque bastaba leer a Gramsci para descubrir que dice exactamente lo contrario: “se puede afirmar que la teorización y realización de la hegemonía hecha por Ilich [Lenin] ha sido también un gran acontecimiento ‘metafísico’”; “la realización de un aparato hegemónico, en cuanto crea un nuevo terreno ideológico, determina una reforma de las conciencias y de los métodos de conocimiento, es un hecho de conocimiento, un hecho filosófico”; “la hegemonía realizada significa la crítica real de una filosofía”.

En sus intentos por conciliar teoría y praxis, Gramsci ve en la obra revolucionaria de Lenin el mejor ejemplo donde economía, política y filosofía se vinculan. Liderazgo político y reforma intelectual van de la mano: tanto el ruso habría sido un modelo a nivel revolucionario-popular como el impulsor de una nueva Weltanschauung, el realizador –por la vía de la práctica– de una filosofía (el marxismo).

Si aún quedan dudas, basta leer las obras de Lenin que comprenden principalmente el periodo 1905-1917 para entender cómo la labor de propaganda, agitación y organización se orienta a fortalecer y ensanchar la ligazón con las masas proletarias y campesinas articulando una nueva “visión del mundo” que les permita dejar de ocupar un papel subalterno y orientar la revolución en sentido socialista.

Esto por lo que respecta al leninismo de Gramsci. Ahora un par de palabras sobre el carácter antipolítico e idealista de la noción “hegemonía” en la teoría populista. Para Laclau y Mouffe la hegemonía sería aquello que tiene que ver con el “carácter abierto e incompleto de toda identidad social [que] permite su articulación a diferentes formaciones histórico-discursivas” y con “la identidad de la misma fuerza articulante [que] se constituye en el campo general de la discursividad”.

Más allá del lenguaje pretencioso y vacuo, esta idea de hegemonía –deudora de una distinción falsa (como hemos visto más arriba) entre sociedad civil-sobrestructura/sociedad política-estructura– es despojada de cualquier tipo de espesor materialista y efectividad política, desde el momento en que se reduce al plano discursivo-cultural, hipostasiado como espacio de “lo político”. Es importante recordar que Gramsci sostiene que “si la hegemonía es ético-política, no puede no ser también económica, no puede no tener su fundamento en la función decisiva que el grupo dirigente ejercita en el núcleo primordial de la actividad económica”.

La hegemonía es un dispositivo –in primis político– que busca la formación de una autoconciencia y actividad emancipatoria de las clases subalternas con el fin último de farsi Stato, no de disputar hasta el infinitouna lucha por “el significado de las palabras” o “el plano intelectual”, convertidos en fines en sí mismo.

Vaciada de cualquier condición material y objetiva, la hegemonía funciona como mera articulación de “demandas” abstraídas de su contexto específico y sujetas a la arbitrariedad más absoluta. Pero la suma de demandas no tiene nada que ver con el Gramsci que exige estudiar las relaciones de producción, las de tipo político y las fuerzas militares como los tres elementos decisivos de una ontología social repleta de presiones y tensiones de fuerza no reductibles al “discurso”, sino a la articulación de un bloque histórico con capacidad de devenir hegemónico.

Como ha señalado César Ruiz Sanjuán, “el concepto de hegemonía [para el populismo] se convierte así en una suerte de concepto ‘antipolítico’, que funciona como un dispositivo que diseña una labor de zapa al nivel de la sociedad civil y que deja para las calendas griegas la lucha por el espacio político, que entretanto sigue siendo monopolio de la clase burguesa […] Al ignorar el momento coercitivo de los regímenes parlamentarios y obviar que lo que efectivamente garantiza la hegemonía de la burguesía es la fuerza coactiva que detenta el Estado; esta estrategia sólo puede conducir a la adaptación de los movimientos de izquierdas al sistema político burgués”[2].

Y en esas nos encontramos en la actual fase de la lucha política: con una “izquierda” que ha renunciado a postularse como crítica y alternativa al capitalismo, pero que recurre a la distorsión de autores como Gramsci para aportar un “rostro amable” y “progresista” al neoliberalismo, a la vez que aspira a convertirse en élite de recambio para un sistema que se considera insuperable.

La reciente polémica con la publicación en España de una entrevista al italiano Diego Fusaro da buena cuenta de las fobias y manías de una izquierda que se ha equivocado en prácticamente todo y no está dispuesta a corregir absolutamente nada. Uno de los nombres de esta huida hacia adelante es “populismo de izquierdas”. Puede que hoy sea más necesario que nunca el lema leninista con el que Gramsci se comprometió: volver a empezar desde el principio.

NOTAS

[1] Si bien este texto es totalmente inédito en su estructura y articulación, en ocasiones hemos reelaborado fragmentos de dos artículos académicos propios al que remitimos para el lector que desee ampliar algunos aspectos: (1) A. Sánchez Berrocal, “Contra a fraude populista: o marxismo, a sociedade civil e o Estado na filosofia de Antonio Gramsci”, en Revista Debates 13, nº 1, 2019, págs. 58-77. doi: https://doi.org/10.22456/1982-5269.88075 y (2) A. Sánchez Berrocal, “Hegemonía» y “nacional-popular”, dos categorías gramscianas adulteradas por la teoría populista”, cuya publicación está prevista para este mes de julio (2019) en Res Publica, de la Universidad Complutense de Madrid.

[2] C. Ruiz Sanjuán, “Estado, sociedad civil y hegemonía en el pensamiento político de Gramsci”, en Revista de Filosofía y Teoría Política 47, 2016, págs. 1-18,aquípágs.9-10.Disponible en: http://www.rfytp.fahce.unlp.edu.ar/article/view/RFyTPe002.