NUESTRA REVISTA PUBLICARÁ EN TRES PARTES ESTE IMPORTANTE TRABAJO DEL ECONOMISTA ALFREDO APILÁNEZ
PARTE 1
“Según Marx, el capitalismo es un sistema injusto (explotación) e inestable (crisis). Pero es también, llegado a un cierto punto, un sistema que aparece como irracional, a causa de la situación a la que le han llevado los mismos éxitos derivados de su propio modo de eficacia”
Michel Husson
Crack del 29: tempestades de acero
Según relata el ilustre economista John Kenneth Galbraith en su trepidante historia de la Gran Depresión, en agosto de 1929, dos meses antes del estrepitoso crack de la bolsa neoyorquina, fue recibida con gran alborozo la noticia de la instalación de emisoras de radio en los trasatlánticos que surcaban el océano. El milagro tecnológico evitaba a los especuladores de Wall Street sufrir la ansiedad generada por no poder operar en el desquiciado parqué neoyorquino durante los interminables seis o siete días que duraba el viaje a Europa. Un poeta anónimo celebró así la prolongación del festín bursátil al puente del trasatlántico en alta mar:’ Nos apiñábamos dentro de la cabina observando las cifras sobre el tablero; era medianoche en el océano y una tempestad rugía amenazadora’.
Noventa años después, esta extraordinaria revolución en las comunicaciones no deja de producir una sonrisa. Como refiere un artículo reciente: “¿Cuántas cosas puede hacer una persona durante un parpadeo? Muy pocas. Pues bien, en el mercado hay margen para hacer casi 50.000 operaciones en el lapso de tiempo que se tarda en abrir y cerrar los ojos. El uso de potentes ordenadores basados en programas algorítmicos permite escupir miles de órdenes de compra y venta en microsegundos.
Este tipo de estrategia, conocida como ‘comercio de alta frecuencia’, supone ya más del 50% del volumen de la negociación diaria en Wall Street. Con cada movimiento, su objetivo es ganar 0,001 euros…Un martillo pilón con el que hacer dinero si se acierta con el modelo”. Tal abismo tecnológico pareciera imposibilitar el establecimiento de arriesgadas analogías entre las dos épocas. O quizás no sea así y, por debajo de las apariencias, haya tal vez notables similitudes entre el pujante fordismo de la belle époque y el capitalismo cognitivo de las plataformas y startups de nuestros días.
“Muchas cosas iban mal, pero el desastre parece haberse debido principalmente a tres causas: la pésima distribución de la renta -el 5 por ciento de la población con rentas más altas recibió aproximadamente la tercera parte de toda la renta personal de la nación-; la desastrosa estructura bancaria, constitutivamente frágil y excesivamente apalancada y especulativa y, “last but not least”, los míseros conocimientos de economía de la época que, por apego a los viejos dogmas del laissez faire, maniataron cualquier posibilidad de una política activa.
El temor de una fantasmagórica inflación fortaleció los llamamientos en favor de un presupuesto equilibrado y la negativa a intervenir del gobierno agravó la deflación y la depresión”. Este sucinto resumen que hace Galbraith describe las causas de la formidable crisis de… ¡hace 90 años! ¿No nos resultan extraordinariamente familiares? ¿Tanto se parece el vetusto capitalismo financiarizado de la crisis de las subprime al lozano fordismo que colapsó en el crack del 29?
Aunque la pervivencia del arcaico patrón oro –que para Keynes no representaba otra cosa que una ‘bárbara reliquia’-, el feroz proteccionismo y los agudos desequilibrios monetarios, derivados de las deudas acumuladas tras la primera conflagración mundial en el mundo ‘sin patrón’ de entreguerras, no permiten llevar muy lejos la analogía, las similitudes siguen siendo notables. Es evidente que hay un patrón común entre ambas hecatombes, cuya punta del iceberg es la vorágine especulativa y la exuberancia irracional, que alimentan la ilusión de lo que Marx llamó la explosión del capital ficticio: el dinero que se reproduce a sí mismo sin “mancharse” en la producción, pugnando por emanciparse del trabajo vivo.
El mismo ‘martillo pilón’ en las tiras agujereadas de los primitivos teletipos que en las enormes pantallas de los superordenadores del trading de alta frecuencia. Y la misma brusca interrupción de la euforia: “El lunes 21 de octubre de 1929, el mercado bursátil sobrevaluado comenzó su caída. Logró una breve recuperación a mediados de semana, pero 7 días más tarde, el Martes Negro, volvió a derrumbarse: se pusieron a la venta 16 millones de acciones y no había compradores.
El juego se había acabado”. Idéntico final abrupto del festín especulativo erigido sobre la montaña de hipotecas basura, empaquetadas en creativos productos de ingeniería financiera y esparcidas por todo el sistema financiero mundial, que reflejaban las escenas de pánico posteriores a la quiebra de Lehman Brothers, el 15 de septiembre negro de 2008. Y, por debajo del aparatoso derrumbe del castillo de naipes, la misma causa profunda expresando la contradicción esencial del sistema de la mercancía.
En palabras de Marx: “La razón última de todas las crisis sigue siendo la pobreza y el consumo restringido de las masas, en oposición al impulso de la producción capitalista para desarrollar las fuerzas productivas como si sólo el poder de consumo absoluto de la sociedad constituyera su límite”. La crisis derivada de la enloquecida especulación financiera representando pues, no una situación excepcional debida a una confluencia de infortunios, sino la dinámica ordinaria de un sistema tendente a descoyuntarse.
Hay, empero, una diferencia esencial entre las dos situaciones: la capacidad del puesto de mando del capital global para cronificar su degradación, evitando a duras penas la catástrofe de los años treinta, mediante el uso de la fábrica de dinero y la política monetaria a cargo del gran demiurgo del capitalismo actual, la todopoderosa banca central independiente. Abismal contraste pues entre la torpeza paralizante de los gestores políticos y monetarios ante el crack del 29 y la astuta pericia de los actuales encargados de la gobernanza de la fábrica de dinero.
“Liquidad trabajo, liquidad stocks, liquidad agricultores y propiedad inmobiliaria. El lujo y la buena vida desaparecerán. La gente trabajará más, tendrá una vida más moral. Los valores se ajustarán y la gente emprendedora cogerá los restos del naufragio de la gente menos competente”. Había que ‘purgar la podredumbre’ para que el organismo se regenerara. Este alegato fustigador, con tono de maldición bíblica, corresponde nada menos que al secretario del Tesoro de EEUU en 1929, que encabezada el grupo conocido como ‘los liquidadores’, defensores acérrimos de la acendrada creencia en el laissez faire laissez passer como la única vía de regeneración de las partes podridas del gangrenado organismo económico.
La batalla contra la Gran Depresión fue la crónica de la impotencia e incompetencia de los encargados de prevenirla y de paliar sus efectos: “El Consejo de la Reserva Federal de aquellos tiempos era un organismo de sobrecogedora incompetencia” describe inclementemente Galbraith. Coincidiendo, dicho sea de paso, con el diagnóstico de Milton Friedman, el padre del monetarismo neoliberal y de la ominosa doctrina del shock, que, en su monumental obra sobre la historia monetaria de EEUU, achaca unilateralmente a la torpeza y rigidez de la Fed la responsabilidad de la debacle.
La inacción de la fábrica del billete verde, anclada en arcaicos principios prekeynesianos y premonetaristas, y la fragilidad del sistema financiero –atomizado, sin garantía de depósitos y sin prestamista de última instancia, funciones claves de la red “salvabancos” de la banca central actual- amplificaron la onda expansiva y agravaron la parálisis deflacionaria de los años 30. El historiador marxista Eric Hobsbawn remacha el clavo de la impericia de los timoneles ante el aparatoso naufragio del capitalismo de la belle époque: “Nunca se hundió un barco con un capitán y una tripulación más ignorantes de las razones de su mala fortuna y más impotentes para hacer algo en contra de ellas”.
Ben Bernanke, presidente de la Reserva Federal en los años de la debacle de las hipotecas basura, se disculpó ante Friedman, en nombre de su institución, por la desastrosa política monetaria llevada a cabo durante la durísima depresión de los años treinta: “Tenía usted razón. Fue culpa nuestra. Lo sentimos mucho. Pero gracias a usted, no volveremos a hacerlo”. Y ciertamente, cuando los cimientos del edificio volvieron a resquebrajarse, amenazando de colapso al sistema financiero mundial, a fe que cumplió su palabra: Bernanke fue, al mando de la Reserva Federal, el arquitecto de la colosal inyección de dinero fresco –la famosa ‘expansión cuantitativa’, QE, por sus siglas en inglés- que apuntaló el tambaleante sistema financiero estadounidense tras el crack de Lehman Brothers.
Sin embargo, a diferencia de los escarmentados gestores del puesto de mando del capital financiero, los popes de la pseudociencia económica, siempre obsesionados con probar que el sistema de libre mercado se autorregula y tiende al equilibrio y no a descoyuntarse –como afirman los fanáticos marxistas, infelices pobladores del ‘bajo mundo’ de la economía-en crisis de creciente virulencia, se cubrieron de “gloria” en ambas situaciones. El ilustrísimo padre de la teoría cuantitativa del dinero, germen del monetarismo friedmaniano y de la cruzada neoliberal de los años 70, aseguraba, como refiere sarcásticamente Galbraith, justo antes del colapso, que todo iba viento en popa: “Aquel otoño el profesor Irving Fisher de Yale dio a conocer su inmortal estimación: ‘Los precios de los valores han alcanzado lo que parece ser un nivel permanentemente alto’”. Comparen la preclara sentencia con el pronóstico del fanático ultraliberal Robert Lucas, el padre de la pseudoteoría de las expectativas racionales, -que propugna que los mercados se autorregulan sin necesidad de ninguna intervención externa- en su discurso inaugural, nada menos que en 2003, como presidente de la American Economic Association: “el problema principal para prevenir la depresión se ha resuelto, a todos los efectos prácticos, y lleva de hecho muchas décadas resuelto (sic)”.
Incluso el mito del salvífico ‘New Deal’ –el estímulo fiscal público al rescate de la anémica inversión privada, como vía de superación de la letal combinación de estancamiento y deflación que paralizaba las ‘venas de la nación’- queda sumamente desvaído a la luz de los resultados obtenidos. El economista marxista Michael Roberts describe la impotencia de la política fiscal para restablecer la senda de crecimiento: “El régimen de Roosevelt mantuvo déficits presupuestarios consistentes de alrededor del 5% del PIB a partir de 1933, gastando dos veces más que los ingresos fiscales. Y el gobierno contrató en tandas legiones de trabajadores en los programas de empleo. Pero todo con poco resultado. El New Deal no puso fin a la Gran Depresión”. El propio Keynes no tuvo más remedio que reconocerlo: “Es, al parecer, políticamente imposible para una democracia capitalista organizar el gasto en la escala necesaria para hacer los grandes experimentos que probarían mi teoría – excepto en condiciones de guerra-”. Lawrence Summers, uno de sus más egregios epígonos, abunda sobre el influjo benéfico de la ‘tempestad de acero’ sobre la marcha de los negocios: “Muchos creen que los acontecimientos del New Deal probaron que Alvin Hansen estaba equivocado acerca de su tesis del estancamiento secular. Por el contrario, el hecho de que fuera la Segunda Guerra Mundial la que sacara al mundo de la gran depresión es la mejor prueba de este aserto. En ausencia del formidable gasto militar, la trampa de liquidez deflacionaria habría sin duda persistido”.
Así pues, la cronificación de la Gran Depresión se debió a la impotencia del, aparentemente pujante, capitalismo fordista para regenerarse por sus propios medios y al relativo fracaso –a pesar de toda la idealización posterior del remedio keynesiano- del primer ensayo de aplicación del salvamento a gran escala a través de la inversión pública. Ausente la intervención de emergencia de la Reserva Federal al rescate del sistema financiero, sólo el keynesianismo bélico –que ya había sido emprendido expeditivamente, con éxito inmediato, por el nazismo- y la formidable destrucción provocada por las tempestades de acero de la Segunda Guerra Mundial pudieron extirpar el tumor de la atonía crónica del capitalismo hacia el fugaz destello de prosperidad de los ‘treinta gloriosos’.
Crack del 2008: tempestades de dinero
“La doctrina más maligna planteada nunca en el mundo monetario o bancario en este país es decir que la función propia del Banco de Inglaterra es tener dinero siempre disponible para abastecer las demandas de banqueros que han conseguido que sus activos no sean negociables”
Walter Bagehot
En una reciente entrevista, el geógrafo David Harvey, marxista de cabecera de los mass media y de la izquierda reformista, afirmaba jocosamente que la gran dificultad de la actividad revolucionaria en la actualidad residía en que no existían ya Bastillas ni Palacios de Invierno que conquistar para alcanzar el poder. Para ello habría simplemente que tomar la Reserva Federal. A continuación, se preguntaba sarcásticamente, ante la hilaridad de los presentes: ¿pues bien, y qué haríamos después? Los sedicentes marxistas patrios Anguita y Monereo atribuyen incluso cualidades divinas a la sacrosanta institución: “vivimos gobernados por la mano férrea de un Banco Central omnipotente y, por lo que se ve, omnisciente” ¿Aciertan los anteriores asertos al señalar el puesto de mando de la gobernanza del capital? En ese caso, ¿Cómo ha llegado a convertirse la fábrica del ‘billete verde’ –en agudo contraste con su impotencia en el crack del 29- en el organismo rector del capitalismo neoliberal y el salvador del sistema financiero tras la debacle de 2008?
La descripción que hace Thomas Piketty, autor del best seller ‘El capital en el siglo XXI’, de la ‘potencia de fuego’ de la banca central moderna parece darles la razón: ‘la fuerza de los bancos centrales radica en que pueden redistribuir la riqueza muy rápidamente, en principio en proporciones infinitas (sic). Si fuera necesario, un banco central puede, en el lapso de un segundo, crear tantos miles de millones como desee y depositarlos en la cuenta de una institución o de un gobierno. En caso de urgencia absoluta (pánico financiero, guerra, catástrofe natural), esta inmediatez y carencia de límites para la creación de dinero son dos de sus ventajas irreemplazables”. ¡Vaya si lo son, qué duda cabe!
Una institución dotada del fabuloso poder de ‘crear tantos miles de millones como desee’ para ‘redistribuir la riqueza en proporciones infinitas’ debe sin duda dotarse de una aureola de misterio para ocultar al común de los mortales la fuente de tan formidables atribuciones. Galbraith describe, con su característica ironía, la liturgia esotérica de los todopoderosos ‘money makers’: “Estos hombres no dan órdenes; a lo sumo sugieren. Manejan principalmente tipos de interés, compran o venden títulos y, al hacer esto, estimulan la economía aquí y la frenan allá. Debido a que el significado de sus actos no es comprendido por la gran mayoría de la gente, se les concede razonablemente una superior sabiduría. En algunas ocasiones, sus actos serán objeto de críticas, pero por lo general se intentará descubrir en ellos significados ocultos. Tal es la mística de la banca central”.
Y ciertamente, con su aura de sobriedad franciscana, bien alejada de la extravagante ostentación de los tiburones de Wall Street, los adustos funcionarios al mando de tan espectrales instituciones aparentan tener el mundo a sus pies. Cuando se dignan emitir alguna información acerca de tan ininteligibles materias, los gurúes de las finanzas contienen la respiración, expurgando los crípticos comunicados en busca de cualquier significado oculto que proporcione un indicio de una modificación de la senda de tipos de interés o de una reactivación de los estímulos monetarios a la languideciente economía. Las exégesis acerca de cierta modulación de un críptico tecnicismo hacen correr ríos de tinta, captando la atención de los “mercados” ante cualquier mal presagio avizorado en el horizonte.
Es legendario el impacto formidable de la famosa sentencia –en este caso, de meridiana rotundidad- del impertérrito banquero del euro para calmar a los implacables mercados en el fragor de la crisis de la prima de riesgo de 2012: ‘el BCE está preparado para hacer todo lo necesario para preservar el euro. Y créanme: será suficiente’. En los tabloides de información económica proliferan los términos procedentes del lenguaje sanitario -estímulos, inyecciones, salvamentos- referidos a las decisiones de la fábrica de dinero en pos del ajuste de los fallos del engranaje de la delicada maquinaria de la economía de mercado. Sin duda, parece una carga demasiado pesada.
¿Cuáles son pues las herramientas “mágicas” con las que cuenta esta todopoderosa institución y por qué resultan tan neurálgicas para sostener a duras penas –a diferencia del triste papel de su homóloga en 1929- la maltrecha arquitectura del capitalismo financiarizado tras el desplome de 2008?
Al actuar como único emisor de la moneda de curso legal –dinero fiduciario, despojado, a diferencia de los tiempos de la ‘bárbara reliquia’, de cualquier ligamen material- tiene las manos libres para cumplir su función de red salvavidas de la banca privada -prestamista de última instancia- y de suministrador de reservas y de liquidez para el funcionamiento ordinario de los circuitos de pagos y créditos, garantizando los depósitos y proporcionando cobertura cuando vienen ‘mal dadas’. Lapavitsas resume su papel de regulador y de garante del business as usual de las finanzas globales –más allá de la función ortodoxa, de dudosa eficacia, de fijación de los tipos de interés de referencia- a través del monopolio de la producción de dinero de curso legal: “El banco central desempeña, de este modo, un papel decisivo en el ascenso y consolidación del dinero crediticio privado al convertirlo en una promesa de pago con los pasivos del banco central, en vez de con el dinero mercancía. En el capitalismo contemporáneo, el dinero crediticio promete básicamente pagar con dinero del banco central (billetes y reservas bancarias), una vez que el Estado lo ha declarado inconvertible en cualquier otra cosa”.
La función clave del banco central moderno es pues proporcionar soporte legal y material al dinero-deuda creado ‘del puro aire’ por la banca privada -el 97% del circulante-, facilitando de este modo la expansión crediticia y el crecimiento del castillo de naipes de las apuestas de casino del sistema financiero global. A pesar de sus ínfulas de omnipotencia, como resume Alejandro Nadal, no se trata más que del ‘facilitador’ de la ‘máquina de succión’ de riqueza real que representa el negocio de la banca privada: “El banco central camina dándose aires de importancia y emite comunicados severos y formales, como si fuera el dueño del negocio. En realidad no es más que el siervo fiel de los bancos comerciales privados”.
Por si esto fuera poco, la fábrica de dinero –el ‘objeto por excelencia’, como lo calificaba Marx- es totalmente independiente de los poderes democráticos y tiene completamente prohibido proporcionar financiación a los Estados a través de la adquisición de deuda soberana. Este golpe financiero pone al decimonónico Estado-Nación a los pies de los caballos de los manejos especulativos de la banca privada y de los designios de las oscurantistas agencias de calificación de riesgos.
Se propulsa de este modo el fabuloso negocio que representa la deuda pública, una máquina de succión de riqueza real en forma de colosales pagos de intereses a cargo del erario público hacia las arcas de los banqueros. Stephen Lendman hace una exacta descripción del extravagante mecanismo: “La Ley de la Reserva Federal da a los banqueros el más importante de todos los poderes. Al que la mayoría de los gobiernos jamás debieran renunciar. La autoridad para crear dinero. Éste se presta al gobierno cobrándosele interés por su propio dinero. Más tarde, es devuelto, menos gastos operativos, y un beneficio garantizado de un 6%. Los contribuyentes pagan la cuenta”
¡Qué extraordinario contraste con la ‘sobrecogedora incompetencia’ de sus predecesores ante el crack del 29! La fulminante respuesta al desplome de los mercados financieros mundiales en 2008 por parte de la Reserva Federal, a través de la taumatúrgica QE (compras de bonos y de toneladas de activos tóxicos a la moribunda banca comercial y de inversión a cambio de dinero fresco, graciosamente emitido del ‘puro aire’ en pantallas electrónicas por la criatura de Jekyll Island) representa el ejemplo paradigmático de la extraordinaria relevancia de la fábrica de dinero en la cúspide de la gobernanza del capitalismo senil: antes de 2008, el balance del BCE –que siguió dócilmente, aunque con retraso, las directrices de su guía estadounidense- era de 1 billón de euros -el diez por ciento de la producción de la zona euro-. Desde entonces, se ha disparado a nada menos que ¡4,7 billones de euros!, casi la mitad del PIB de la eurozona, lo que da una idea del formidable salvamento del sistema financiero llevado a cabo por el dueño de la fábrica de dinero.
Una cuestión surge inmediatamente. La formula Lawrence Summers, uno de los más ilustres popes neokeynesianos y asesor económico de varios presidentes: “¿Realmente puede la banca central ser la herramienta principal de la estabilización macroeconómica en el mundo industrial durante la próxima década?” La respuesta de Piketty pone las cosas en su sitio: “los bancos centrales tienen el poder de evitar la quiebra de un banco o de un gobierno pero no tienen el poder para obligar a las empresas a invertir, a los hogares a consumir y a la economía a reanudar el crecimiento”.
Comienza a disiparse pues el espejismo de la omnipotencia de quienes pueden crear en un segundo ‘tantos millones como deseen’. Si los magos de los papelitos de colores no pueden atajar –podría incluso afirmarse que su ascenso a la cúspide de la gobernanza global es una meridiana expresión del bloqueo de los mecanismos saludables de la acumulación de capital- la degradación progresiva del sistema de la mercancía, ¿cuáles son los efectos que los formidables trucos de la fábrica de dinero tienen en las múltiples fallas tectónicas sobre las que se asienta el capitalismo senil tras la salida en falso del desplome de 2008?