Slavoj Zizek, filósofo
«Se necesita una solidaridad incondicional y una respuesta coordinada a nivel mundial: una nueva forma de lo que una vez se llamó» comunismo «.
Algunos de nosotros, incluyéndome a mí, nos encantaría estar en Wuhan, China, para experimentar en la vida real lo que se siente en un escenario cinematográfico posterior al apocalipsis. Las calles desiertas de la ciudad ofrecen la imagen de un mundo sin consumismo, de un mundo que se siente bien consigo mismo.
El coronavirus está en todos los titulares, y no pretendo ser un experto en el tema, pero hay una pregunta que me gustaría plantear: ¿dónde terminan los hechos y comienza la ideología?
La primera respuesta es obvia: hay epidemias activas mucho peores en este momento. Entonces, ¿por qué una fijación tan obsesiva en este evento epidémico, si se sabe que miles mueren diariamente por otras enfermedades infecciosas?
Por supuesto, un caso extremo fue la pandemia de gripe en los años 1918-1920 – que se conoció como la «gripe española» – en la que se estima que murieron al menos 50 millones de seres humanos. Esa vez, el virus de la gripe infectó a 15 millones de estadounidenses: al menos 140,000 fueron hospitalizados y más de 8,200 murieron en solo una temporada.
En este caso parece que hay una obvia paranoia racista – no olvide la imágenes manipuladas de mujeres chinas arrancando la piel a serpientes vivas y saboreando una sopa de murciélago. En realidad, una gran ciudad china es probablemente uno de los lugares más seguros del mundo.
Pero hay otra paradoja que también está funcionando. Cuanto más conectado esté nuestro mundo, más un desastre local puede desencadenar el pánico global y, eventualmente, una catástrofe global.
En la primavera de 2010, una nube de humo de una erupción volcánica en Islandia desencadenó el cierre de todo el tráfico aéreo en gran parte de Europa. Fue un contundente recordatorio de cómo ( a pesar de toda su capacidad para transformar la naturaleza,) los seres humanos seguimos siendo sólo OTRA especie viva en el planeta Tierra.
El impacto socioeconómico catastrófico de ese pequeño evento se debió a nuestro desarrollo tecnológico (viajes aéreos). Hace un siglo, tal erupción habría pasado desapercibida.
El desarrollo tecnológico nos hace más independientes de la naturaleza y, al mismo tiempo, en un nivel diferente, más dependientes de los caprichos de la naturaleza. Lo mismo es cierto para la propagación del coronavirus: si hubiera sucedido antes de las reformas de Deng Xiaoping, probablemente nunca hubiéramos oído hablar de esta epidemia.
¿Porque el miedo?
¿Cómo combatiremos el virus si este se reproduce en forma invisible y su mecanismo de reproducción permanece básicamente desconocido?
Lo que genera pánico es esta ignorancia específica, este agujero en el conocimiento. ¿Y si el virus entra en algún tipo de mutación impredecible y desencadena, entonces, una verdadera catástrofe mundial?
Esta es mi paranoia personal: ¿es esta la razón por la que las autoridades están preocupadas? ¿Porque saben (o al menos sospechan) de posibles mutaciones, que no quieren revelar para evitar el malestar público?
Pero la verdad es que los efectos reales hasta ahora han sido relativamente modestos (sin embargo una cosa es segura: el aislamiento y las cuarentenas no harán el trabajo de fondo).
Se necesita una solidaridad incondicional y una respuesta coordinada a nivel mundial, una nueva forma de lo que una vez se llamó «comunismo». Si no redirigimos nuestros esfuerzos en esta dirección, el Wuhan de hoy puede ser la imagen de las ciudades del futuro.
Muchos ya han imaginado un futuro parecido. Todos dentro de casa, trabajando en nuestros respectivos ordenadores, comunicándonos por videoconferencia, transformando en oficina un rincón de la casa , con comida por entrega en la puerta. y masturbándose ocasionalmente delante de una pantalla .
Fin de semana en Wuhan
Sin embargo, hay un inesperado camino emancipador oculto en esta visión de pesadilla. Debo admitir que en los últimos días he soñado con visitar Wuhan.
Calles de una megalópolis superpoblada viviendo los días de una ciudad fantasma, uno que otro transeúnte con máscara blanca, uno que otro coche extraño en movimiento. – Todo me llama a pensar en un mundo no consumista y muy cómodo consigo mismo.
La melancólica belleza de las avenidas vacías de Shanghai o de Hong Kong me recuerda a viejas películas post-apocalípticas como A la Hora Final (On the Beach, 1959), que muestra una ciudad de la que huyó la mayor parte de su población. No hay una destrucción espectacular. Sólo que el mundo exterior ya no está al alcance, esperándonos, viéndonos y vigilándonos.
Incluso las máscaras blancas en los rostros de los pocos transeúntes que se ven en las avenidas garantizan un bienvenido anonimato, libre de la presión social por ser reconocido en la calle.
Muchos recordamos la famosa conclusión del famoso manifiesto situacionista estudiantil de 1966, «Vivir sin tiempo muerto, disfrutar sin obstáculos» («Vivre sans temps mort, jouir sans entraves»).
Si Freud y Lacan nos han enseñado algo, es que la exigencia de llenar cada uno de los momentos vividos con un actividad intensa termina inevitablemente en una monotonía sofocante.
El tiempo del «recogimiento» – lo que los viejos místicos llamaban Gelassenheit (“la serenidad” ) es crucial para revitalizar nuestra experiencia de vida. Y quién sabe, a lo mejor con la cuarentena en las ciudades chinas algunas personas aprovechen el tiempo de esta retirada forzada para serenarse, dejar la actividad febril, y piensen en el (no) sentido de su sufrimiento.
Al hacer públicas estas reflexiones soy plenamente consciente del riesgo al que me expongo ¿no estaré exponiendo con nueva versión del sufrimiento desde una segura posición y sin compromiso, y con ello, no estaré cínicamente disfrazando el sufrimiento de otros?
Los subtítulos racistas
Cuando un ciudadano con máscara de Wuhan camina por la calle en busca de medicinas o comida, por supuesto en esta pensando contra el consumismo – sólo tiene miedo.
Pero lo que trato de explicar aquí es que incluso en los eventos más terribles se pueden obtener consecuencias positivas.
Carlo Ginzburg propuso la idea que sentirse avergonzado de su propio país, puede ser la verdadera señal de ser parte de él.
Es posible que algunos israelíes, después de todo, tengan el coraje de sentirse avergonzados con la política que Netanyahu y Trump siguen en su nombre – no, por supuesto, en el sentido de sentir vergüenza por ser judíos. Todo lo contrario: sentir vergüenza por las acciones practicadas en la Ribera Occidental del Jordán porque va contra el más preciado de los legados del judaísmo.
Tal vez algunos británicos puedan ser lo suficientemente honestos como para avergonzarse del sueño ideológico que los llevó a dejar la Unión Europea.
Pero el pueblo de Wuhan no encontrará nada de lo que avergonzarse, ni menos ser debe ser estigmatizado. Para el pueblo de Wuhan la cuarentena servirá como un momento para reunir valor e insistir pacientemente en la lucha.
Si todavía hay personas que han tratado de minimizar las epidemias, ellos y ellas deberían estar avergonzados, al igual que deberían estarlo los funcionarios que dijeron que en Chernóbil que no había ningún riesgo. También deberían avergonzarse todos los «altos ejecutivos» que públicamente niegan el calentamiento global pero que ya están comprando mansiones en Nueva Zelanda o construyendo celdas de supervivencia en búnkeres en las Montañas Rocosas.
Tal vez la indignación pública ante este comportamiento de dos caras marque el nacimiento de un proceso político positivo, aunque no intencionado, en China.
Aquellos que deberían sentirse realmente avergonzados son los que, en todo el mundo, piensan que deberíamos condenar al pueblo chino por una cuarentena necesaria y para algunos inhumana.