CHRIS HEDGES, PERIODISTA ESTADOUNIDENSE GANADOR DEL PREMIO PULITZER
Los más de 2 millones de muertes resultantes del mal manejo de la pandemia mundial por parte de las élites gobernantes serán eclipsadas por lo que podría venir después. La catástrofe global que nos aguarda, ya incrustada en el ecosistema – por la incapacidad de frenar el uso de combustibles fósiles y la agricultura animal- presagia nuevas pandemias, migraciones masivas, caída en los rendimientos de los cultivos, hambrunas y colapso del sistema.
La ciencia que nos advirtió sobre esta pandemia, es conocida por las élites gobernantes. La ciencia nos muestra que no detener las emisiones de carbono conducirá a una crisis climática y, en última instancia, a la extinción de la especie humana y otras especies, es conocida por las élites gobernantes. No pueden alegar ignorancia. Solo indiferencia.
Los hechos son incontrovertibles. Cada una de las últimas cuatro décadas ha sido más calurosa que la anterior. En 2018, el Panel Internacional de Cambio Climático de la ONU publicó un informe sobre los efectos del aumento de 1,5 grados Celsius en las temperaturas. Es una lectura lúgubre. El vertiginoso aumento de la temperatura (estamos a 1,2 grados Celsius por encima de los niveles preindustriales) está ya integrado en el sistema-tierra, lo que significa que, incluso si detenemos todas las emisiones de carbono todavía nos enfrentamos a una catástrofe.
Cualquier cosa por encima de un aumento de temperatura de 1,5 grados centígrados hará que la tierra sea inhabitable. Ahora se espera que el hielo del Ártico y la capa de hielo de Groenlandia se derritan, esto ocurrirá independientemente de cuánto reduzcamos las emisiones de carbono. Cuando desaparezca el hielo aumentará en 7 metros el nivel del mar, lo que significa que pueblos y ciudades de la costa tendrán que ser evacuados.
Cuando se empeore la crisis climática, las libertades públicas se limitarán, lo que dificultará la resistencia. Es cierto, no vivimos, todavía, en un estado orwelliano, pero este ya aparece en el horizonte. Un estado orwelliano no está lejos. Por eso es imperativo que actuemos ahora.Las élites gobernantes, a pesar del colapso ecológico acelerado y tangible, tratan de engañarnos, ya sea con gestos sin sentido o con el negacionismo.
Los arquitectos del asesinato social
Recordemos lo señaló Friedrich Engels en su libro “La condición de la clase trabajadora en Inglaterra” (1845): “Cuando un individuo inflige daño corporal a otro con resultado de muerte, lo llamamos homicidio involuntario; ahora, si el agresor sabe de antemano que la herida será fatal, lo llamamos asesinato. Pero, cuando la sociedad coloca a miles de proletarios en una situación en la que inevitablemente tendrán una muerte prematura y antinatural, no se coloca nombre. Se olvida intencionadamente que se está privando a miles de lo necesario para vivir y, se los obliga, mediante el fuerte brazo de la ley, a permanecer en condiciones inhumanas hasta que les sobreviene la muerte.
El sistema sabe que estas víctimas van a perecer, sin embargo, permite que se mantengan las condiciones de explotación, su actuar permisivo debemos llamarlo asesinato social, un asesinato disfrazado, malicioso, un asesinato del que nadie puede defenderse, que no parece lo que es, porque nadie ve al asesino, un asesinato donde la muerte de la víctima parece natural, una muerte donde el delito podría ser calificado judicialmente por omisión, pero sigue siendo igual un asesinato.»
La clase dominante dedica enormes recursos a enmascarar el asesinato social de nuestra época. Controlan la narrativa en la prensa. Falsifican la ciencia y los datos. Establece comisiones inútiles -como las cumbres climáticas – o niega directamente que los dramáticos cambios climáticos.
Los científicos han advertido durante mucho tiempo que aumentará la temperatura global, que aumentarán las precipitaciones y que crecerán las enfermedades infecciosas de origen animal. Pandemias como el VIH, que ha matado a aproximadamente 30 millones de personas, la gripe asiática, que mató entre 1 y 4 millones, y el Covid-19, que ya ha matado a más de 2 millones, se propagarán por todo el mundo en cepas cada vez más virulentas, mutando fuera de nuestro control.
El uso indebido de antibióticos en la industria cárnica, que representa el 80 por ciento de todo el uso de antibióticos, ha producido cepas de bacterias que son resistentes a los antibióticos. Una versión moderna de la peste negra, que en el siglo XIV mató a entre 75 y 200 millones de personas (acabando con la mitad de la población europea) es probablemente inevitable mientras la industria farmacéutica y médica estén regidas por el lucro.
Incluso con las vacunas, carecemos de la infraestructura para distribuirlas de manera eficiente, porque las ganancias en el capitalismo siempre triunfan sobre la salud pública. Y, en el Sur Global están, como de costumbre, abandonados, como si las enfermedades que los matan nunca llegarán al “mundo desarrollado”. La decisión de Israel de negarse a vacunar contra el COVID, a los 5 millones de palestinos que viven bajo su ocupación, es emblemática de la asombrosa miopía de las élites gobernantes, sin mencionar su absoluta inmoralidad.
Lo que está ocurriendo no es negligencia. No es ineptitud. No es un fracaso de una política. Es un asesinato. Es asesinato porque es premeditado. Es un asesinato porque las clases dominantes mundiales tomaron una decisión consciente de extinguir la vida en lugar de protegerla. Es un asesinato porque las ganancias- a pesar de las crecientes alteraciones climáticas y las opiniones de los científicos- se consideran más importantes que la supervivencia humana.
Las élites prosperan en este sistema, utilizan lo que Lewis Mumford llamó la «mega máquina», una convergencia de ciencia, economía, técnica y poder político unificados por una estructura burocrática, cuyo único objetivo es perpetuarse. Su estructura es la antítesis de aquellos «valores que mejoran la vida». Pero, desafiar a la megamáquina, condena a los disidentes a ser expulsados de los círculos del poder de la “civilización occidental”. Aunque todavía, hay algunos, dentro de la megamáquina, que se sienten consternados por el asesinato social, no se atreven a denunciar el crimen, no quieren perder su trabajos y su estatus social, se convertirían en parias para el sistema.
Locura suicida
Los recursos masivos asignados a las fuerzas armadas de EEUU, incluyendo a los veteranos de guerra, llegan a $ 826 mil millones al año, estos costos son el ejemplo más evidente de nuestra locura suicida, un síntoma característico de todas las civilizaciones en decadencia, que en su declive acostumbran desperdiciar recursos en instituciones y proyectos sin sentido.
El ejército estadounidense, que representa el 38 por ciento del gasto militar en todo el mundo, es incapaz de combatir la crisis existencial que vive la humanidad. Los aviones de combate, satélites, portaaviones, flotas de buques de guerra, submarinos nucleares, misiles, tanques y arsenales son totalmente inútiles contra las pandemias y la crisis climática.
Esta máquina de guerra no sirve para mitigar el sufrimiento humano causado por entornos degradados que enferman y envenenan a poblaciones enteras, haciendo que la vida humana sea insostenible en un futuro próximo. La contaminación del aire ya mata a unos 200.000 estadounidenses al año, mientras que los niños en ciudades deterioradas como Flint, Michigan, sufren daños de por vida debido a la contaminación por plomo en el agua potable.
En un momento en que la supervivencia de la especie está en peligro el Pentágono mantiene 800 bases militares en más de 70 países y, prosigue el despilfarro con guerras interminables e inútiles, que cuestan entre 5 y 7 billones (con b) de dólares.
El Pentágono ha gastado más de $ 67 mil millones solo en un sistema de defensa de misiles balísticos que pocos creen que realmente funcionará y miles de millones más, en una serie de sistemas de armas fallidos, incluido el destructor Zumwalt, que costó $ 22 mil millones. Y, además de todo este desperdicio, el ejército de EEUU arrojó a la atmósfera 1.200 millones de toneladas métricas de emisiones de carbono, entre 2001 y 2017, el doble de la producción anual de los vehículos de pasajeros del país.
Dentro la próxima década, comprobaremos que la actual clase dominante es la más criminal en la historia de la humanidad, una clase social que ha condenado deliberadamente a millones de personas a morir, incluidas las de esta pandemia. Este crimen masivo, si se lleva a cabo, empequeñecerán los excesos criminales del pasado. Podemos estar frente al mayor crimen contra la humanidad jamás cometido. Y, con pocas excepciones, voluntariamente nos llevará como ovejas al matadero.
No es que la mayoría de la gente tenga confianza en las élites gobernantes. Saben que están siendo traicionados. Se sienten vulnerables y asustados. Entienden que su miseria carece de importancia para las élites globales, que han concentrado cantidades asombrosas de riqueza y poder en manos de una pequeña camarilla de oligarcas rapaces.
La rabia que muchos sienten se expresa a menudo como una «solidaridad envenenada». Desgraciadamente esta solidaridad envenenada une a los que se sienten marginados en torno a antivalores como el racismo, chovinismo religioso y étnico, crímenes de odio y actos contra chivos expiatorios. Fomenta cultos de crisis, como los construidos por los fascistas cristianos, y eleva al poder a demagogos como Donald Trump.
Las fracturas sociales benefician a la clase dominante, que ha construido medios que alimentan el odio a través de una insana competencia. Si quienes se apoderan de la solidaridad envenenada se vuelven numéricamente superiores (casi la mitad del electorado estadounidense rechaza a la clase dominante tradicional y abraza las teorías de la conspiración) las élites se adaptarán a la nueva configuración del poder, una forma de fascismo que acelerará el asesinato social.
La administración Biden no llevará a cabo las reformas económicas, políticas, sociales o ambientales que nos salvarán. La industria de los combustibles fósiles seguirá extrayendo petróleo. Las guerras no terminarán. La desigualdad social aumentará. Las libertades civiles estarán cada vez más en riesgo. El control gubernamental utilizará sin miramientos sus fuerzas policiales militarizadas y la vigilancia total.
La administración Biden no llevará a cabo las reformas económicas, políticas, sociales o ambientales que nos salvarán. La industria de los combustibles fósiles seguirá extrayendo petróleo. Las guerras no terminarán. La desigualdad social aumentará. Las libertades civiles estarán cada vez más en riesgo. El control gubernamental utilizará sin miramientos sus fuerzas policiales militarizadas y la vigilancia total. Mientras un sistema de salud basado en el lucro nos seguiremos enfrentando a pandemias, sequías, incendios forestales, huracanes, inundaciones y olas de calor.
Mal colectivo
El mal que hace posible este asesinato social es perpetrado por burócratas y tecnócratas formados en serie por escuelas de negocios, facultades de derecho y universidades de élite. Estos administradores del sistema llevan a cabo sus tareas incrementales con unos complicados sistemas de explotación. Recopilan, almacenan y manipulan nuestros datos personales para los monopolios digitales y para el estado de seguridad y vigilancia. Engrasan las ruedas de ExxonMobil, BP y Goldman Sachs. Escriben las leyes aprobadas por una clase política vendida. Dirigen drones aéreos que aterrorizan a los pobres en Afganistán, Irak, Siria y Pakistán.
Se benefician de las guerras interminables. Son los anunciantes corporativos, los especialistas en relaciones públicas y los expertos en televisión que inundan las ondas con mentiras. Manejan los bancos. Supervisan las cárceles. Emiten los formularios. Procesan los papeles. Niegan cupones de alimentos, cobertura médica y beneficios de desempleo.Realizan los desalojos. Hacen cumplir las leyes y los reglamentos. No hacen preguntas. Viven en el vacío intelectual, en un mundo de minucias embrutecedoras. Son los «hombres huecos» de TS Eliot, Son como escribe el poeta “ Forma sin forma, sombra sin color. Fuerza paralizada, gesto sin movimiento».
Estos administradores del sistema hicieron posible los genocidios del pasado, desde el exterminio de los nativos americanos, la matanza turca de los armenios y el Holocausto nazi. Mantuvieron los trenes en funcionamiento. Completaron el papeleo. Se apoderaron de la propiedad y confiscaron las cuentas bancarias. Ellos hicieron el procesamiento. Racionaron la comida. Administraron los campos de concentración y las cámaras de gas. Hicieron cumplir la ley. Hicieron su trabajo.
Estos administradores del sistema, en su pequeña especialidad técnica, carecen del lenguaje y de autonomía moral para cuestionar las estructuras imperantes. Hannah Arendt escribe que Eichmann estaba motivado por «una extraordinaria diligencia» y que se unió al Partido Nazi porque era un paso necesario para su carrera burocrática: “el problema con Eichmann era que muchos como él, eran, y siguen siendo, terriblemente normales. Cuanto más se escuchaba a Eichmann, más obvio se hacía su incapacidad para entender el punto de vista de un semejante, lo que le importaba era cumplir, cumplir las órdenes de sus superiores”
El novelista Vasili Grossman subraya que “el estado nazi no requería santos apóstoles, constructores fanáticos o discípulos devotos. El estado ni siquiera requería sirvientes, solo empleados «. Esta ignorancia metafísica de los tecnócratas alimenta el asesinato social.
En el documental sobre el Holocausto de Claude Lanzmann, un judío checo, Filip Müller, que sobrevivió a Auschwitz cuenta un «acontecimiento especial».
“Un día de 1943 un preso vio a una mujer en el ‘cuarto de desvestirse’. Se acercó a hurtadillas y le dijo: ‘Vas a ser a la cámara. En poco tiempo, estaras muerta. La mujer le creyó porque lo conocía, entonces advirtió a las otras mujeres. ‘Nos van a matar. Nos van a gasear. Las madres que llevaban a sus hijos a hombros no querían oírla. Decidieron que la mujer estaba loca. Entonces, la mujer se dirigió a los hombres. Todo en vano. No es que no le creyeran. ¿Pero quién quería escuchar eso? Cuando vio que nadie la escuchaba, se suicidó. Estaba en estado de shock».
¿Porque no se resistieron aquellos prisioneros? ¿Y, hoy por qué no resistimos cuando se cierne sobre nosotros una catastrofe ecologica? ¿Por qué, si el asesinato social es inevitable, como creo que lo es, no nos defendemos? ¿Por qué cedemos al cinismo y la desesperación? ¿Por qué nos escondemos intentando saciar malamente nuestras necesidades privadas?
Si no actuamos todos somos cómplices. Todos somos cómplices si no quedamos paralizados por la fuerza abrumadora de la megamáquina, si seguimos atados a su enorme energía destructiva.
Debemos actuar. Esto significa llevar a cabo actos masivos y sostenidos de desobediencia civil. Debemos aplastar la megamáquina. No hacerlo es sucumbir al cinismo, es la muerte del espíritu, es aceptar el entumecimiento que nos está convirtiendo en engranajes humanos. No podemos entregar nuestra humanidad, sería convertirse en cómplice.
Albert Camus escribe “la única posición filosófica coherente es la rebelión, el enfrentamiento constante entre el hombre y la oscuridad. Un hombre vivo puede ser esclavizado y reducido a la condición de objeto, pero si muere negándose a ser esclavizado, ha reafirmado la existencia una naturaleza humana que se niega a ser clasificada como un simple objeto».
La capacidad de ejercer autonomía moral, de negarse a cooperar, de destrozar la megamáquina, es la única posibilidad que queda a la libertad y a una vida con sentido. La rebelión erosiona, aunque de manera imperceptible, las estructuras de la opresión. Alimenta el fuego de la empatía, la compasión y la justicia. Este fuego nunca es insignificante. Mantiene viva la capacidad del ser humano. Mantiene viva la posibilidad, por débil que sea, afirma la conciencia de que se puede detener las fuerzas que orquestan el asesinato social. La rebelión debe ser abrazada, no solo por lo que se llegará a lograr, sino por lo que nos permitirá llegar a ser. En este acontecer encontraremos la esperanza.