CAMILO REGIFO MARÍN , ECONOMISTA Y DOCENTE UNIVERSITARIO
Sin lugar a dudas, la juventud colombiana, cada vez más afectada por la desocupación y la pobreza, es la protagonista de las protestas que desde un mes sacuden a Colombia. Sin embargo, no está representada en las negociaciones. Para generalizar el miedo el gobierno del ultraderechista Iván Duque permite que maten jóvenes desarmados en las manifestaciones, permiten que los torturen, que los desaparezcan.
Mientras el diálogo entre las autoridades y los representantes del Comité Nacional del Paro permanece estancado, una nueva jornada de protestas se saldó con un balance de 139 lesionados y el Senado ratificó a Diego Molano en su cargo como ministro de Defensa, con el apoyo del Centro Democrático, Partido Conservador, la U, Cambio Radical, cristianos y los liberales. Sin embargo , Duque sigue creciendo en su impopularidad, con 79 por ciento de rechazo, pero sostenido por el apoyo del establishment político.
Ante la ausencia de la guerrilla- a quienes se les endilgaban todos los hechos de violencia, ahora intentan vender a la sociedad que es la juventud el enemigo, a la que bautizan de vándala, olvidando que todas las madres y padres del país no pueden considerar a sus hijos como enemigos.
Lo que ha presenciado el país es bárbaro. Solo se puede comparar con las peores dictaduras, las más sanguinarias. Es una verdadera quiebra ética promovida desde el gobierno. Las fuerzas policiales y militares siguen disparando a mansalva contra manifestantes pacíficos y convierten lugares –como los almacenes Éxito en Cali- en centros de detención de jóvenes y de tortura.
En Colombia la barbarie se ha hecho habitual, con militares y policías que creen que cumplir con su misión patriótica consiste en golpear y matar a la juventud, con una prensa que se silencia y que busca responsables donde no están, con ricos que disparan desde camionetas como cualquier Pablo Escobar.
Si bien la estrategia del gobierno, que apuesta a una mezcla de represión y diálogo, ha contribuido a la erosión de la credibilidad de las instituciones, muchos de los actores políticos comienzan a mirar hacia las elecciones presidenciales del próximo año.
El presidente Iván Duque, a lo largo de un mes de alzamiento juvenil y popular: ha salido a defender el poder instituido, a defender privilegios, a intimidar a quienes ya no aguantan más engaños ni más violencia oficial, a quienes se cansaron de ver robados, a quienes las promesas oficiales ya no les generan expectativa alguna, a quienes sueñan con un presente y un futuro mejor.
La reacción de Duque es una reacción cargada de terror, síntesis del autoritarismo que desde décadas atrás marca al régimen colombiano y no sólo al actual gobierno.
Pero esta reacción del establishment es insuficiente para contener la decisiva acción de una nueva generación que no quiere vivir como lo padecieron quienes le antecedieron, que ha enfrentado por semanas el demencial ataque de policías y soldados, que pretende atemorizarles por medio del despliegue de una guerra química, de operaciones de civiles armados incluso con fusiles, disparos de balas de goma y municiones letales.
El distanciamiento entre el gobierno de Duque y la realidad ha sido claro desde el comienzo de su mandato, pero se ha acentuado con las protestas. Como resultado, la defensa de privilegios va dejando a su paso decenas de asesinados, heridos, desaparecidos, prisioneros, amenazados, mujeres violadas.
La realidad muestra que, en el último año, 3,6 millones de personas ingresaron a la condición de pobreza y 2,78 millones a la condición de pobreza extrema en Colombia. En 2020, 42,5% de la población vivía en condiciones de pobreza. Hoy, en total, son más de 21 millones de personas las que subsisten con menos del equivalente a 88 dólares y siete millones y medios de colombianos viven con menos de 40 dólares al mes.
El malestar social ante el gobierno ultraderechista permaneció soterrado más de un año por el confinamiento ante la pandemia, pero el intento de pasar una reforma fiscal regresiva en el punto más álgido de la emergencia sanitaria detonó una serie de movilizaciones y estallidos sociales en amplias zonas del país.
La brutal represión desatada por el gobierno de Duque dejó un saldo de cientos de muertos, un número indeterminado de heridos y centenares de desaparecidos. El hartazgo social es tan intenso que los embates policiales y militares no han hecho sino reafirmar la convicción de los jóvenes de la necesidad de un cambio profundo en la conducción institucional.
El carácter multitudinario de la respuesta social lo obligó a retirar su iniciativa de reforma fiscal y forzó la renuncia del ex ministro de Hacienda, pero en el mismo mes impulsó una reforma –también naufragada– en materia de salud, para la entrega definitiva de los servicios médicos a grupos privados.
Duque parece hacer una doble apuesta: ganar tiempo en espera de que el movimiento social se desgaste, ya sea por divisiones internas o por agotamiento; mientras que el relato de un orden asediado por (jóvenes) vándalos apunta a exacerbar las fobias de la clase alta y media alta colombianas, caracterizadas por su apoyo a salidas autoritarias y un odio primitivo a cualquier expresión progresista.
Este camino elegido por el gobierno es irresponsable y peligroso, pues obliga a los ciudadanos a mantenerse en las calles cuando el país pasa por la etapa de mayor propagación del coronavirus, mientras abre las puertas para el retorno de las bandas paramilitares genocidas respaldadas por el expresidente Álvaro Uribe, mentor, precisamente, de Duque. Tampoco ofrece garantía de desactivar un conflicto que mantiene paralizada la economía colombiana.
Ante la evidencia inapelable de que más de tres cuartas partes de los colombianos repudian sus políticas, Duque duda en rectificar y reorientar su gobierno en concordancia con la voluntad ciudadana. Su actitud no sólo es una afrenta a la democracia sino también una carta blanca para la matanza de jóvenes y una invitación al desastre.