Una victoria del Apruebo sería un salto adelante: legitimaría un proceso político dirigido por las clases populares por un tiempo suficiente como para superar los límites que ahora las paralizan. No sólo abriría un nuevo ciclo histórico constitucional, más democrático e igualitario, sino que además refundaría la república y la democracia con el pueblo al medio.
LUIS THIELEMANN HERNÁNDEZ, HISTORIADOR Y ACADÉMICO CHILENO
Como pocas veces, un hito electoral es tan políticamente relevante en el largo plazo. En Chile, la relevancia del plebiscito tienen pesos distintos según distinta es también la historia de cada clase que va a medirse el domingo 4 de septiembre. La historia de la lucha de clases en el Chile de las últimas décadas llega así a un punto de inflexión en el que o se abre una etapa histórica de nuevo tipo, o la vieja política del pacto entre clases medias y la oligarquía retoma el control del proceso, con o sin nueva constitución.
Es del todo importante señalar la forma en que las clases populares han incidido en este proceso, así como el rol fundamental que les cabe en la votación final. La densidad del acontecimiento convoca al primer plano a todas las facetas de un ciclo largo de luchas sociales y políticas en la crisis del Estado pinochetista; y para quienes tengan la honestidad de verlas, resaltan sobrecargadas en las clases populares y en las distintas organizaciones y movimientos en lucha desde hace décadas. Han sido su fuerza crítica la que ha destrabado cada fase, desde 2011, en esta larga conflictividad social contra el neoliberalismo.
Este domingo, también ellas se juegan su propia recomposición política, su posibilidad y sus condiciones. Y en el cuadro resultante también resaltan los límites de la alianza social que hoy llama a votar por el «Apruebo».
Lucha de clases
Dicha alianza social, viene luchando y avanzando electoralmente desde hace unas dos décadas, y está compuesta por los grupos más jóvenes de las clases populares y medias urbanas, con un protagonismo notorio del movimiento estudiantil y del movimiento feminista.
El enemigo común que llevó a estos grupos a “comportarse como clase” estuvo en las políticas neoliberales emprendidas desde la década de 1980 y agudizadas durante la primera década del siglo XXI, que fueron minando sostenidamente la capacidad de reproducción de las clases medias, especialmente de los grupos profesionales y del funcionariado estatal o paraestatal, y así también, como hacían imposible la promesa de movilidad social para las clases populares.
Luego, tras las elecciones de 2017, un sector de la alianza — ligado los nuevos partidos de izquierda y a las clases medias— se convirtió en alternativa electoral y fue conquistando posiciones en el parlamento y los municipios.
El otro sector de la alianza social, anclado en las clases populares y a ciertos partidos de izquierda menos exitosos, agudizó su crítica a la política formal así como al orden neoliberal. Esa fue la razón que en la revuelta de 2019, aunque formalmente pregonaban más o menos las mismas ideas y similares objetivos, los partidos de izquierda y los movimientos sociales se mantuvieron distantes y no pudieran actuar bajo una estrategia unificada.
La dispar valoración del acuerdo parlamentario del 15 de noviembre de ese año – que consagró el proceso constitucional que vive ahora su momento definitivo -muestra de esa distancia en una alianza desigual. Desde entonces y de diversas formas, los límites manifiestos de la alianza social no dejan de dificultar el éxito político de la inmensa diversidad articulada por las luchas sociales, que hoy se encuentran en la alternativa del «Apruebo».
Esos límites no son sino la imposible armonía entre los componentes de una alianza social que se vistió y asumió como una “homogeneidad popular”. Allí dentro estallan las diferencias entre los intereses directos de las clases populares y aquellos de las capas medias así como entre sus diversas composiciones políticas. En otro momento se planteó así: «por una parte, la necesidad de las viejas capas medias por asegurar un lugar en el Estado y en su dirección, […] y un espíritu generacional de renovación de la vieja administración del orden, sin modificar las relaciones de producción de ese orden.
Por otra parte, están quienes vieron en la política la posibilidad de incidir en su propia crisis de vida: profesorado proletarizado, jóvenes titulados, frustrados y precarizados, estudiantes de universidades de mercado y endeudados en general. El 2011 fue fruto de la alianza de estos sectores, lo que vino después [2017, 2019 – 2022] fue su jerarquización ante la política formal».
Una oportunidad perdida
Esos límites se expresan hoy en los problemas que podrían causar la derrota del bando del «Apruebo». La desigual alianza popular se muestra desgastada, y sus líderes en el Gobierno parecen que no pueden o no quieren resolver los problemas de las mayorías por la vía de abrir un conflicto reformista con las elites. Más allá de la ideología, más allá de las buenas razones, los valores y principios (todos parte de la forma que entienden la política las clases medias: como disputa de ideas dentro y bajo el orden del Estado), para las clases populares la participación en la política, votando o en las barricadas, tiene razones concretas.
La lucha de clases es algo muy práctico, por más poesía que le quieran montar encima; y es más normal que las clases populares chilenas no confíen en la política y abandonen el voto que en el proceso. Ya sea por obligación o por opción, salvo en los breves períodos de 1958-1973 y de 1990-1999, en general y en su mayoría, las clases populares se han mantenido indiferentes a los procesos institucionales y a sus definiciones electorales.
Si esta vez han votado masivamente y por la izquierda en los últimos años es porque, a pesar de todo, el Frente Amplio y el Partido Comunista han sabido representar una alternativa concreta de mejoramiento de sus vidas. Eso sí: no sabemos si por promover reformas o evitar el mal mayor del pinochetismo.
Por esta razón, entre otras, ha sido desigual la campaña. Por una parte, el Gobierno y de sus partidos la asumieron como una pelea ideológica, llena de consignas sobre el destino del país o abstractos republicanos. Poco sobre mejoras concretas en la vida, sobre el poder y las garantías. Así responden al escenario que montó la derecha, hablando de amor o bandera, de unidad nacional o alguna otra cosa que poco importa en los urgidos barrios populares de las grandes ciudades. Esos barrios son estratégicos para el «Apruebo», pues son los que masivamente le han dado victoria a la izquierda en un agotador ciclo de siete elecciones en tres años, y que hoy han encumbrado a Gabriel Boric al gobierno de Chile.
Pero buena parte de la campaña los ha convocado ya no a subir el sueldo mínimo, a condonar las deudas universitarias o a trabajar menos horas (como fue la promesa de diciembre de 2021 cuando Boric ganó la presidencia apoyado principalmente por las clases populares de las grandes ciudades), sino a cuestiones inmateriales. Poco se ha hecho por promover las garantías sociales, pues parece que quieren evitar una campaña que a la vez sea un conflicto.
Un republicanismo mesocrático o un clasismo intuitivo y popular parece ser el dilema irresuelto en campaña. Con el Gobierno y los partidos más inclinados a la primera opción, las cosas han ido cuesta arriba a la hora de asegurar el fundamental voto popular.
Así, las consignas del «apruebismo» oficial parecen decir que nunca hubo un conflicto frontal y de clases y culturas, sino un mal entendido búsqueda de acuerdos. Nada más desmovilizador. Parece que no se asumieron en serio las tesis que siempre rondaron en los intelectuales de la llamada nueva izquierda (que el Estado era un campo en disputa y que alcanzar el Gobierno era solo un paso en esa lucha). Alcanzado el Gobierno y funcionando la convención, la izquierda de Apruebo Dignidad canceló la política del conflicto social y se dispuso en “modo” administrativo, es decir, burocrático.
Aunque ha habido importantes actos de masas a favor del Apruebo, especialmente en los barrios populares, la movilización es menor que en años anteriores, y con una derecha más envalentonada en las calles. Así, una posible desmovilización popular contrasta con la fuerte movilización del pinochetismo histórico, que sí ha planteado el plebiscito en clave de un conflicto del todo o nada contra la izquierda, las minorías y todo aquello que huela a pueblo.
De esta forma, se ha perdido la posibilidad de hacer del plebiscito un punto de llegada de una lucha política que expresa la posibilidad de resolver conflictos históricos y, profundamente materiales: sobre el agua, la tierra, el trabajo y la convivencia entre chilenos e indígenas.
Administrar no es transformar
Pase lo que pase el 4 de septiembre, para las clases populares – en un ciclo en el que siempre primó el deseo de vencer en conflictos parciales por sobre el de alcanzar el gobierno estatal y desde allí administrar la crisis – se manifiestan los límites políticos de esta composición. Sin partidos propios, con sus organizaciones sociales debilitadas o divididas y con buena parte de sus cuadros mejor formados destinados a labores de gobierno, no hubo forma de hacer de este plebiscito el hito final en la larga lucha contra el pinochetismo.
Sin un sentido de que algo real se disputa, difícil está volver a convocar masivamente a las bases de las clases populares, especialmente a la juventud. Salvo algunos sectores de la izquierda radical con presencia en la convención, especialmente las feministas, pocas fuerzas han planteado en tono dramático la profundidad de las consecuencias política de una victoria o una derrota.
Lo que resulte va desde afianzar en la Constitución lo que se ha ganado hasta ahora en las luchas sociales o volver a quedar en manos de los partidos, de esa vieja alianza entre clases medias y oligarquía que ha definido la historia de Chile desde el siglo XIX, un alianza que olvida fácilmente a las mayorías populares y con acuerdos siempre afines con la explotación y el autoritarismo elitista, tanto en la forma de la sociedad como del Estado.
Puede que si gana el «Rechazo» de todas formas haya nueva Constitución, y que en ella se establezcan muchos de los derechos sociales que se proponen actualmente, pero lo que será sin duda derrotado es la política plebeya, la legitimidad de su violencia defensiva – y no homicida – como herramienta política, el protagonismo popular e indígena que ha tenido el actual proceso y que ha sido tan insoportable para la derecha, el empresariado y el criollismo de las clases medias. Eso será, de nuevo y de no ganar el «Apruebo», expulsado moral y materialmente de la polis.
Es el límite de la desigual forma de acceder a la política que tienen las clases en el Chile actual. Si la derecha ha logrado penetrar en las clases populares promoviendo el «Rechazo», con mentiras y discursos abiertamente falaces o violentos y antisociales, es por la ausencia de una construcción material de la política de izquierdas entre las clases populares.
No hay instituciones que medien la realidad, no hay medios de prensa ni articulaciones instituidas entre los partidos y las clases populares. Si gana la mentira de la derecha es porque nadie estaba imponiendo la verdad. No se asume que la destrucción neoliberal de la sociedad civil, en pos de poner en su lugar el mercado, solo se puede superar con la construcción de una red social y una cultura alternativa. Una sociabilidad alternativa y crítica.
La izquierda, dentro y fuera del Gobierno, ha sido poco más que una alternativa de administración estatal, que emerge para las elecciones o para exigir reformas haciendo como si el mercado salvaje que domina y da forma a lo social fuese propio de la naturaleza de las cosas.
La izquierda no ha producido instituciones autónomas para combatir a las instituciones de la élite politizadas a favor del «Rechazo» como la gran prensa o espacios de autoeducación. Observamos impotentes cómo se producen esos espacios en las clases populares ( van desde bares a redes de asociación y en la pandemia resurgieron por un breve período) pero no se ha transformado en una nueva forma política popular, en un nuevo bloque histórico que es , a decir de Gramsci, cuando «las fuerzas materiales son el contenido y las ideologías la forma […] porque las fuerzas materiales no serían concebibles históricamente sin forma y las ideologías serían caprichos individuales sin las fuerzas materiales».
La izquierda se relaciona con la nueva sociabilidad popular como proveedor de servicios, como administradora, dentro o fuera del Estado. Sin esa fuerza de una nueva vida social, sin ese movimiento de la vida cotidiana, no se vence.
Punto de inflexión
Porque si observamos la historia sin creer que debe ajustarse a ningún ideal republicano, lo que sabemos es que a la política van las clases populares no cuando son bien educadas, no cuando se han modernizado, no cuando se han politizado, sino cuando asumen que les sirve. Han aprendido a desconfiar de las promesas lisonjeras de la política formal que revisten intereses ajenos y a participar cuando les conviene.
En los últimos años, las clases populares, se han comprometido masivamente con el cambio de la Constitución y con la izquierda en las elecciones de todo tipo. Ha sido un camino en que se han fortalecido y se han recompuesto como actor político, como fuerza social y política.
De ahí que la derrota del «Apruebo» sería peor para las clases populares antes que para cualquier otro grupo social. Sería un golpe bajo la línea de flotación de una recomposición política mucho peor que para las clases medias, cuyos partidos no arriesgan perder el control total del proceso constituyente.
La movilización inédita de los últimos años en torno al cambio constitucional, y antes en las luchas sociales, se vería deslegitimada y el discurso restaurador del pacto de la Transición se habría logrado instalar como la narrativa principal. Mientras las clases medias siempre podrán resolver este impase en el parlamento, pues el Estado seguirá existiendo y su composición política está asegurada, las clases populares perderán buena parte de lo avanzado.
Una victoria, en cambio, sería un salto adelante: legitimaría un proceso político dirigido por las clases populares por un tiempo suficiente como para superar los límites que ahora las paralizan. No sólo abriría un nuevo ciclo histórico constitucional, más democrático e igualitario, sino que además refundaría la república y la democracia con el pueblo al medio.
Para la izquierda sería un paso enorme. Daría un nuevo aire a las vanguardias de las clases populares para continuar su recomposición y superar sus limitaciones históricas. Y, será posible mantener la alianza por un tiempo, porque el enemigo de las clases populares seguirá siendo la oligarquía y habrá la obligación de defender la nueva Constitución, pero eso, si gana el Apruebo, se podría hacer con fuerza propia.