TITA BARAHONA , PERIODISTA FEMINISTA (Fuente Canarias Semanal)
Fue el feminismo académico influido por el pensamiento posmoderno el que dejó de hablar de “sexo” para hablar de “género”. El sexo, entonces, se echó por la borda, quedó subsumido en el género. La palabra sexo desapareció prácticamente de la literatura académica sustituida por el género y de ahí saltó a las esferas política y mediática...
En los últimos años hemos visto saltar a la arena pública, impulsados por las instancias político-mediáticas, fenómenos que han suscitado bastante controversia. Citaré sólo dos: la campaña por la legalización de la llamada gestación subrogada y el transgenerismo o ideología de la identidad de género.
Son temas que generan tres principales tipos de reacción en el conjunto social: perplejidad e incomprensión -incluso indiferencia-, severas críticas y rechazo, y firme aprobación.
Es evidente que los fenómenos señalados afectan mayoritariamente a las mujeres y las niñas. En la gestación subrogada, porque la capacidad de gestar es privativa de las mujeres (como hembras de la especie humana); y en el transgenerismo, porque la proporción de niñas y adolescentes que declaran sentirse del sexo contrario sobrepasa ya, con mucho, al de varones de las mismas edades, como han demostrado recientes estudios tanto en el Estado español como a nivel mundial (1).
No sorprende, por tanto, que sean temas que preocupen en especial al movimiento feminista y que provoquen críticas y oposición sobre todo entre sus corrientes más decididamente anti-sistémicas; aunque dicha preocupación la comparten, por similares o diferentes motivos, sectores y organizaciones sociales que no se identifican como feministas.
SEXISMO POSMODERNO EN EL CONTEXTO DEL CAPITALISMO NEOLIBERAL
Para entender la promoción e imposición que las altas instancias político-mediáticas están haciendo de estos fenómenos, es necesario contemplarlos en perspectiva histórica, así como anclarlos en su base material. Es lo que propongo en este artículo. En él sostengo que, en la actual fase del capitalismo, el aumento del sexismo -entendido como exaltación de los estereotipos de masculinidad y feminidad que reproducen la desigualdad entre hombres y mujeres- y el pensamiento posmoderno son los polvos de los que ha derivado el lodazal que nos ocupa.
Es preciso recordar, en primer lugar, que, coincidiendo más o menos con la crisis del petróleo de 1973, el capitalismo había iniciado una nueva fase de acumulación (para revertir el descenso en su tasa de ganancia) que exigía ir desmantelando poco a poco, pieza por pieza, el llamado Estado del Bienestar, esto es: el conjunto de derechos socio-laborales que las organizaciones obreras habían logrado con su lucha tras la II Guerra Mundial, y que las elites estuvieron dispuestas a aceptar porque todavía existía un modelo, la URSS, en el que aquéllas se miraban.
Este desmantelamiento ha sido el objetivo de la política económica que pasaría a llamarse neoliberal, asumido por los gobiernos conservadores y progresistas que se han alternado en los países del capitalismo avanzado desde entonces.
No es casualidad que ya desde finales de los años 70 comenzaran a proliferar en los departamentos universitarios los “pos-ismos” de diversa desinencia (posmodernismo, posfordismo, poscapitalismo, posmarxismo, posfeminismo, posestructuralismo …), que acudían a “dotar de sentido” a la que eufemísticamente llamaron “nueva mutación” (2). Y este “sentido” lo que trataba era de transmutar las relaciones económicas en relaciones culturales, subjetivas y experiencias personales de vida, situándolas en un lugar metafísico carente de toda mediación política.
El desarrollo paralelo de las tecnologías digitales permitía, según lo planteaba el posfordismo, sustituir la materia por la información, la mano de obra por las nuevas máquinas, y consecuentemente la “sociedad del trabajo” por la “sociedad del conocimiento”.
A su vez, el “giro lingüístico” posestructuralista desubstanciaba la realidad social hasta dejarla reducida a una carcasa de estructuras simbólicas, obviando que si bien lo simbólico es real, lo real contiene elementos que no son simbólicos.
Mientras tanto, el capital financiero, improductivo por naturaleza, fluía libre de regulación arrasando la economía real, erigiéndose en árbitro de la distribución de la riqueza mundial, cada vez más concentrada en menos manos; porque ese paraíso posmoderno de lo virtual y efímero, construido y de-construido a golpe de bit, generaba efectos reales, materiales y duraderos: el desmesurado enriquecimiento de unos pocos y la penuria de millones de personas.
En segundo lugar, las reivindicaciones feministas que habían proliferado en los años 60-70 contra la publicidad y la educación sexistas, los imperativos de la moda o los concursos de belleza, entre otras, se vieron arrasadas por una ola de neo-feminidad que se quiso presentar como «nuevo feminismo». Veamos algún ejemplo:
Cuando llegó la Perestroika y poco después el colapso de la URSS, que abrió las compuertas para que el capitalismo inundara ese gran mercado del ex-bloque soviético, las empresas mediáticas celebraban que, “de la mano de Gorbachov”, hubiera bellas eslavas que servían copas con el torso desnudo en locales selectos. O, que, tras la caída del muro de Berlín, a la parte oriental de esta ciudad llegaban las “conejitas” del Playboy a posar junto a los soldados (3).
La década de los 90, como expuse en otro lugar, supuso la consolidación de la “izquierda compatible”, que no sólo apoyaba el giro posmoderno y la nueva fase neoliberal, sino también todo este revival sexista que se hacía pasar por el “nuevo feminismo”.
Así, los periódicos “progresistas” daban voz a autoras hiper-promocionadas procedentes, cómo no, de EE.UU, que hablaban con desprecio de ese “feminismo convencional” que “decía no a las máscaras y salía a la calle sin sujetador bajo el vestido”, para ensalzar “el feminismo de los 90” cuyo lema era: “No somos otra cosa que máscaras. La mujer debe procurarse los atributos para ser atractiva, sensual, ambiciosa, agresiva…”. Como prototipo de esa “nueva óptica” se proponía a figuras como Madonna (4).
Los juguetes sexistas, por mucho que hubiera campañas contra ellos, siguieron proliferando. Pero ahora a las niñas ya no se les ofrecían tanto las tradicionales muñecas peponas o los muñecos bebés, para alimentar su “instinto maternal”, como las nuevas Barbies, de estilizado cuerpo adulto, modelos del “objeto bello” al que estaban llamadas a convertirse.
Los efectos de la exaltación publicitaria y mediática de ese estereotipo de feminidad centrado en la imagen sensual, hipersexualizada, esclava de la mirada masculina (moldes viejos en envoltorio renovado) no tardaron en hacerse notar: se extendía el fenómeno de la anorexia, especialmente entre las jóvenes, así como la “preocupación” por la “invasión de adolescentes en las consultas de cirugía estética” (5).
Escritoras de ficción, de moda en los 90, decían en sus entrevistas que “las grandes revoluciones han fracasado y que la única salida son las soluciones individuales” (6) Reproducían con ello el discurso del tipo de feminismo académico que se imponía entonces en las universidades: el de “la diferencia”, del que también tratamos en otro artículo.
DEL SEXO AL GÉNERO: EL PRIMER PASO PARA DESMATERIALIZAR A LA MUJER
Fue esa parte del feminismo académico influido por el pensamiento posmoderno y su “giro lingüístico” el que dejó de hablar de “sexo” para hablar de “género”. Como, según la vena posestructuralista, se trataba de desmaterializar, las propias mujeres de carne y hueso (no el estereotipo femenino, es decir: el género) se convertían en “constructos”, sin contexto natural o fisiológico a no ser que se interpretara como conjunto de significados simbólicos que construyen la diferencia sexual.
El sexo poco a poco se iba desubstanciando, culturizando, mientras que el género (verdadero haz de relaciones sociales que edifican y reproducen la desigualdad entre los sexos) se iba naturalizando y, más aún, convirtiéndose en el sepulturero del sexo como realidad material.
Una característica del posmodernismo es confundir los hechos con sus representaciones; mejor dicho: sustituir los hechos por sus representaciones haciendo aparecer a éstas como la única realidad. Sin embargo, como afirmaba por aquellos años un historiador marxista, “una cosa es hacer hincapié en las mediaciones que separan la representación de la realidad. Otra cosa muy distinta es resolver el problema aboliendo por completo uno de sus términos, echando por la borda el concepto de lo real” (7).
Pero es lo que sucedió: el sexo se echó por la borda, quedó subsumido en el género. La palabra sexo desapareció prácticamente de la literatura académica sustituido por el género, que de ahí saltó a las esferas política y mediática.
Véase en todo ello cómo se abría la vía al actual empeño del transgenerismo en negar el dimorfismo sexual y transmutar un hecho fisiológico, el sexo, en uno simbólico: la “identidad de género” como única realidad posible, o el del lobby de la “gestación subrogada” en negar la maternidad a la mujer gestante. Y también cómo la exaltación del sexismo ha llevado a hacer pasar por “feministas” exhibiciones como el “perreo”, o cómo sólo con ponerle faldita y sombrero con flores se puede transformar a un “cantante” que hace letras super-machistas en “transgresor” (8).
Pero, de nuevo, la desubstanciación de las relaciones sociales y los hechos naturales tiene, de la mano del transgenerismo, efectos materiales: las industrias farmacéuticas y médicas están haciendo un gran negocio con los bloqueadores de la pubertad, las hormonas cruzadas y la llamada cirugía de reasignación. La introducción en la escuela -a Butler rogando y con el mazo dando-, de la doctrina transgenerista en todas las etapas educativas está ofreciendo a estas industrias a las nuevas generaciones como conejillos de indias y pacientes de por vida (9).
Y no sólo eso: se está inculcando a los más jóvenes la creencia -carente de base científica- de que el sexo es un “constructo”, un hecho arbitrario que “se asigna” al nacer; y que la “identidad de género”, que nadie sabe realmente definir, se la pueden diseñar a la carta (ponérsela y quitársela como si fuese una prenda de vestir). Sin embargo, los criterios por los que se detecta si un o una joven es o no “trans” (ya que no se nace varón o mujer, pero sí trans) reproducen e incluso refuerzan los estereotipos sexistas, puesto que basta con observar que el comportamiento o apariencia de una persona no se ajustan a ellos, para que se la considere “trans”.
Ya sabe: si su hija no es lo suficientemente “femenina” o su hijo lo suficientemente “masculino”, enseguida le pondrán a “transicionar”, si no es mediante la hormonación y/o cirugía, será mediante el cambio de pronombres y la invención de neo-pronombres, que éstos -meros símbolos gramaticales- también tienen la capacidad de convertirse por arte de magia en hombre, mujer o esa especie indefinida llamada “no binario”.
El vertiginoso aumento de niñas que no quieren ser mujeres no ha sido objeto de ningún comentario, estudio o preocupación por parte de las autoridades, en el caso de España, del Ministerio de Igualdad y su “Instituto de las Mujeres”.
No interesa conocer por qué las adolescentes huyen del exigente modelo de feminidad (sexista hasta decir basta) que sigue proliferando en la publicidad, la pornografía, las redes sociales…, por qué huyen de ser mujeres como de una casa en llamas. Lo que interesa es dar negocio a las industrias que habrían hecho las delicias del doctor Mengele y mandar el mensaje subliminar de que, si la sociedad no te gusta como es, no intentes organizarte para cambiarla; en vez de ello, cambia tu cuerpo y tu identidad.
Ya sabemos: en lugar de revoluciones sociales, soluciones individuales que siguen engrasando la maquinaria de la explotación y la opresión capitalistas.
El desarrollo de la biotecnología, que tuvo asimismo un gran impulso en los años 90 con la clonación de células, hacía posible fragmentar los procesos biológicos de la reproducción humana abriéndola así a la manipulación. Nacía lo que Martha Giménez ha llamado el “modo capitalista de la procreación”, por el cual dicha fragmentación permite a individuos y parejas comprar los diferentes componentes reproductivos para “construirse” un bebé a la medida (10).
Se abría con ello la veda al comercio de esperma, óvulos y mujeres gestantes (aunque la intención es sustituir a éstas por úteros artificiales). El capitalismo ya no se contentaba sólo con mercantilizar nuestra fuerza de trabajo, sino también dar otra vuelta de tuerca a la de nuestros cuerpos y sus componentes (la prostitución y la venta de órganos ya estaban ahí). En 1999, en EE.UU se subastaron por Internet los óvulos de ocho modelos blancas. Los medios lo presentaron como una forma de cumplir el sueño de combinar “tus genes con los de las mujeres más bellas” (11).
Los gametos femenino y masculino -por compra o no- se fertilizan en laboratorio y el embrión resultante se introduce en el útero de una mujer, previamente hormonada, para su gestación. No hace falta resaltar cómo la industria llamada de la “reproducción asistida” ha dado lugar a la proliferación de empresas que se lucran de la necesidad de multitud de mujeres pobres, a las que individuos o parejas pudientes pagan para que gesten y den a luz a una criatura a la que arrebatan nada más nacer. Tampoco señalaremos los efectos perniciosos que tiene tanto para la madre gestante como para el recién nacido, porque ya hay suficiente literatura al respecto (12).
Lo que quiero destacar es que el proceso de desubstanciación y mercantilización de los seres humanos también impregna la ideología con la que se intenta justificar la industria de la que llaman “gestación subrogada” o “por sustitución”, que significa lo mismo. Sus partidarios suelen alegar que la mujer gestante no es la madre «biológica», porque el material genético (el óvulo) no lo aporta ella. Entonces ¿qué tipo de madre es? Ninguno; es simplemente «la gestante», a la que se paga por un “servicio”.
A este “servicio”, que es nada menos que la transformación de un embrión en un bebé, se le niega, por tanto, el carácter de proceso biológico -activo por cuanto interviene todo el organismo y la psique de la mujer-; se le vacía de su naturaleza psico-orgánica, para transformarlo en un simple proceso mecánico. Con ello se vuelve a actualizar la concepción patriarcal de muchos siglos atrás de que la mujer era un mero receptáculo del único germen de vida, que en aquellas épocas era, por supuesto, el del varón. Hoy lo es el paquete de ADN inserto en los gametos, aun cuando se ha demostrado que la mujer gestante también aporta material genético al feto.
Pero, como la explotación reproductiva de las mujeres se ha convertido en otro gran negocio, la mujer es lo de menos, no es madre. Ya no se publican artículos en los diarios generalistas como el aparecido en 1995, en los que especialistas sanitarios explican que aproximadamente desde la duodécima semana de gestación, el feto empieza a ser receptivo a los estímulos emocionales de la madre: aprende a reconocer su voz, a captar si está angustiada, estresada o serena, a sentirse amado o rechazado según las reacciones maternas hacia él o ella (13).
La desubstanciación de un proceso tan crucial para la vida como es la gestación no sólo contribuye a devolver a la mujer a la categoría de instrumento (y con ella al futuro bebé), sino también a favorecer un comercio en el que la mercancía son seres humanos.
El posmodernismo es la ideología de un capitalismo avanzado pero degenerativo. Como dijo Carlos Nelson Coutinho, “Durante los momentos de crisis, la burguesía acentúa ideológicamente el factor irracionalista, subjetivista…” (14) Hoy ese factor irracionalista ha alcanzado cotas de vértigo. Un reciente ejemplo de ello lo analizaremos en una próxima entrega.
Notas:
(1) Para Cataluña, véase el “Informe Trànsit: de hombres adultos a niñas adolescentes”, elaborado por Feministes de Catalunya: https://feministes.cat/es/publicaciones/informe-transit-cataluna-2022
(2) “Nos es preciso cambiar de utopías; porque mientras permanezcamos prisioneros de la que se viene abajo, seguiremos siendo incapaces de percibir el potencial de liberación que la actual mutación contiene y de sacar partido de dicho potencial imprimiendo su sentido a esta mutación”. Así lo expresaba André Gorz, en Metamorfosis del trabajo. Búsqueda del sentido. Crítica de la razón económica, Madrid: Sistema, 1995, p. 20.
(3) El Independiente, diciembre de 1989: “Vienen las hijas de Gengis Kan” / Idem, 3 energo 1990: “Play Boy” en Berlín.
(4) El País, 19 mayo 1994: “La batalla del busto. Sujetadores en clave feminista”.
(5) El País, 10 noviembre 1998: “Leyes contra la moda” 250.000 adolescentes españolas estaban afectadas de bulimia y anorexia. / El País, 5 diciembre 1998: “20.000 chicas al quirófano”.
(6) El País, 21 noviembre 1998: “Laura Esquivel defiende la fraternidad en torno a los fogones”.
(7) Raphael Samuel, “Historia y Teoría”, en Raphael Samuel (ed.), Historia Popular y Teoría Socialista, Crítica: Barcelona, 1984 (ed. original 1981), p. 54.
(8) Véase el artículo de Leah Muñoz, “Bad Bunny, el feminismo y la subjetividad contemporánea”, en La Izquierda Diario, 2 diciembre 2022 (https://www.laizquierdadiario.cl/Bad-Bunny-el-feminismo-y-la-subjetividad-contemporanea )
(9) Véase el estudio de las docentes Silvia Carrasco, Ana Hidalgo, Araceli Muñoz y Marina Pibernat, La Coeducación secuestrada. Crítica feminista a la penetración de las ideas transgeneristas en la educación, editorial Octaedro, 2022.
(10) Martha Gimenez, Marx, Women and Capitalist Social Reproduction, Marxist Feminist Essays, Brill, 2019.
(11) El País, 28 noviembre 1999: “Óvulos de modelos a la venta en Internet”.
(12) Por ejemplo, https://tribunafeminista.org/2019/01/vientres-de-alquiler-violencia-medica-contra-las-gestantes-ana_deram/
(13) El País, 25 septiembre 1995: «La vida dentro del útero».
(14) Carlos Nelson Coutinho, El Estructuralismo y la Miseria de la Razón, La Plata: Dynamis, 2017 (disponible online en pdf). Más reciente y muy ilustrativo el libro de Francisco Erice, En defensa de la razón. Contribución a la crítica del posmodernismo, Siglo XXI, Madrid, 2020.