GREG GODELS, PERIODISTA EXPERTO EN ECONOMÍA
Lo que seguirá al colapso de la globalización sólo puede ser objeto de especulación. Lo que está claro es que entramos en un periodo de creciente incertidumbre y conflicto. Los economistas liberales y socialdemócratas critican la estrategia de la Reserva Federal de reducir el consumo para desalentar la subida de los precios, pero no tienen ninguna alternativa que ofrecer. Se conforman con dejar la gestión de la economía capitalista en manos de los capitalistas, aunque luego critiquen las soluciones.
¿Por qué el Fondo Monetario Internacional (FMI), la Organización Mundial del Comercio (OMC) y el Banco Mundial, tres de las más prestigiosas instituciones económicas internacionales, auguran un negro futuro a la economía mundial?
El Banco Mundial, en tono lúgubre, «advierte de una inminente «década perdida» para el crecimiento económico».
En enero de este año, el Banco Mundial redujo su previsión de crecimiento para 2023 al 1,7%, por debajo de su proyección del 3% de junio de 2022. Para poner este porcentaje en perspectiva, hay que recordar que durante la era de la globalización desenfrenada, antes de la crisis de 2007-2009, el crecimiento en todo el mundo alcanzó una media del 3,5% anual. Tras la crisis, el nivel medio de crecimiento se situó en el 2,8%. Y sólo tres meses después de su proyección de enero, el Banco Mundial prevé toda una década de expectativas de crecimiento reducidas. Como referenciaba el Wall Street Journal: «Será necesario un enorme esfuerzo político colectivo durante la próxima década para restaurar el crecimiento a los niveles medios anteriores».
Del mismo modo, la OMC prevé que el volumen del comercio mundial sólo aumentará un 1,7% este año, frente al crecimiento medio del 2,8% desde 2008.
Haciéndose eco de la advertencia del Banco Mundial en abril, el FMI ha anunciado su peor previsión de crecimiento a medio plazo desde 1990.
En otras palabras, las tres grandes organizaciones internacionales han emitido previsiones negativas, por no decir catastróficas, para la economía mundial.
Está claro que el barco del capitalismo, ya sacudido por una pandemia mundial, una inflación galopante, una guerra en Europa y quiebras bancarias, está haciendo aguas. No hay razón para esperar que se hunda, pero las alarmas han saltado.
Los gurús, los responsables políticos y los profesores de economía nos aseguraron que la orgía de subidas de precios que estaba aplastando los presupuestos familiares era sólo un fenómeno temporal, causado por los daños ocasionados a las cadenas de suministro, primero por la pandemia y después por la guerra de Ucrania. Han pasado más de dos años desde que nos hicieron esta promesa.
Desde entonces, las explicaciones han dado paso a las plegarias. Las intervenciones adoptadas – una mezcla venenosa de subidas de tipos de interés servidas por los Bancos Centrales- han resultado menos eficaces contra la inflación de lo esperado. Los tipos de interés inusualmente bajos que han caracterizado la última década animan a los consumidores a utilizar el crédito libremente cuando sus ingresos están bajo presión, como es el caso de la inflación galopante. A medida que suben los tipos de interés, los consumidores tardan en darse cuenta de la carga que suponen sus deudas por la necesidad de pagar intereses más altos, lo que no hace sino deteriorar aún más su ya amenazado nivel de vida. El recurso al crédito diluye el efecto «tranquilizador» del aumento de los tipos de interés sobre la demanda de los consumidores.
Los optimistas profesionales de los medios de comunicación celebraron las cifras del índice de precios al consumo de marzo, que mostraron una reducción del 5% en los aumentos con respecto a los niveles del año pasado (el objetivo de la Reserva Federal es del 2%). La bajada es sin duda significativa, pero los medios olvidan que fueron ellos quienes nos dijeron incesantemente que la Reserva Federal, al tomar sus decisiones, se refiere al tipo de base (tipo básico) y no al tipo general. Y este tipo -que es el verdadero índice de precios al consumo- registró de hecho un incremento en marzo: sus componentes, es decir, los bienes y servicios esenciales, subieron de precio con respecto a febrero. Hasta aquí la fuerza de la fe.
Por lo tanto, lo más probable es que la Reserva Federal vuelva a subir los tipos de interés, lo que incrementará aún más el coste de la nueva deuda contraída.
¿Y por qué debería amainar la inflación cuando los consumidores siguen precipitándose hacia el Armagedón tolerando subidas de precios? Proctor & Gamble, uno de los mayores monopolios mundiales de bienes de consumo (que controla Tide, Charmin, Gillette, Crest, etc.) ha subido los precios un 10%, limitando las pérdidas en volumen de ventas y obteniendo mayores beneficios monetarios. Proctor & Gamble no tiene ningún incentivo para detener o ralentizar las subidas de precios, siempre que sus ingresos (y beneficios) sigan aumentando. ¿Y por qué debería hacerlo? Al fin y al cabo, está en el negocio para ganar dinero.
Por simple que parezca, ésta es la clave del «enigma» de la inflación: «La única explicación en relación con lo que hemos encontrado en algunos índices de precios de los alimentos es que los márgenes de beneficio se están ampliando», afirmó Claus Vistesen, economista de Pantheon Macroeconomics citado por el Wall Street Journal. Así es: están inflando los precios.
No se trata en absoluto de una «espiral de precios y salarios», como les gusta repetir a los cortesanos de las multinacionales. Se trata más bien, como confesó Fabio Panetta, miembro del comité ejecutivo del Banco Central Europeo, de un «comportamiento oportunista» vinculado a una «espiral beneficio-precio».
Los economistas liberales y socialdemócratas critican la estrategia de la Reserva Federal de reducir el consumo para desalentar la subida de los precios, pero no tienen ninguna alternativa que ofrecer. Se conforman con dejar la gestión de la economía capitalista en manos de los capitalistas, aunque luego critiquen las soluciones.
Incluso los defensores de la Teoría Monetaria Moderna, antaño tan locuaces, mantienen un extraño silencio. Durante la pandemia, la idea de mantener grandes déficits para estimular la economía, sin temor a fomentar la inflación, había ganado popularidad. Los gurús de la izquierda creían haber encontrado una forma indolora de financiar las reformas sociales sin recurrir al capital acumulado por los mega-ricos: una especie de poción mágica de la política. Pero el despegue de la espiral inflacionista ha silenciado este debate.
Si tres instituciones capitalistas tan importantes predicen incertidumbre e inestabilidad económica, la razón es que estamos saliendo de una fase específica de reestructuración capitalista. Entre las características y novedades más importantes de la época que estamos dejando atrás, encarnadas por el término popular de «globalización», se encuentran «la creciente movilidad del capital, la apertura de nuevas áreas de penetración del capital, una revolución en los instrumentos financieros, la disponibilidad de nuevas y enormes reservas de mano de obra cualificada barata, técnicas de transporte marítimo modernas y eficientes, la eliminación de las barreras comerciales y la simplificación de las normativas, la apertura de sectores anteriormente públicos al desarrollo privado y la adopción de acuerdos comerciales que consagran los cambios anteriores».
Esta era insufló nueva vida al capitalismo, dando lugar a un aumento de los beneficios, una hiperacumulación y un enorme incremento de las inversiones especulativas. Muy poco de esta nueva riqueza se ha compartido con las masas, lo que ha dado lugar a desigualdades sin precedentes en los ingresos y la riqueza.
La gran crisis económica de 2007-2009 agotó la vitalidad de la era de la globalización -el internacionalismo capitalista- que había durado más de dos décadas. Enormes cantidades de capital sobreacumulado se volcaron en una especulación cada vez más temeraria, un proceso que acabó colapsando bajo el peso de su propia arrogancia.
En lugar de rendirse a lo inevitable -es decir, a la «destrucción creativa» que suele seguir a un colapso, el proceso natural de deshacerse de los «activos» tóxicos que el colapso deja tras de sí-, los grandes magos de los centros financieros de Nueva York, Londres, París, Zurich, etc. han intentado aislar, proteger y sostener los restos del desastre «inflando» una economía agotada mediante una especie de «restauración creativa».
La expresión «destrucción creativa», popularizada por el economista Joseph Schumpeter, se refiere a los escombros que deja tras de sí un colapso económico: los «valores» ficticios y desinflados asociados a las quiebras de bancos y empresas, los bienes y servicios fallidos a precios inflados, los puestos de trabajo perdidos, las malas inversiones, las acciones desplomadas, etc. Según Schumpeter y sus seguidores, esta destrucción era esencial para la reorganización de la economía, para un nuevo comienzo que limpiara la escoria producida por el colapso.
Históricamente, el precio de las crisis siempre lo han pagado principalmente los pobres y los trabajadores, pero los ricos, los poderosos y las multinacionales también se llevan la peor parte. Cuanto más grave es la crisis, menos pueden las élites cargar las consecuencias sobre los hombros de los menos poderosos y los más vulnerables. Y cuanto más grave es la crisis, mayor es la resistencia política a las viejas recetas.
Sin embargo, después de 2007-2009, las instituciones de los trabajadores eran extremadamente débiles, los sistemas de partidos tradicionales no daban voz a las víctimas de la crisis y los responsables políticos confiaban en su propia capacidad para evitar o posponer la fase de destrucción creativa. Creían tener en sus manos instrumentos financieros que podían estabilizar y resucitar la economía mundial sin pasar por una fase de retroceso con sus consiguientes retrocesos económicos. Los bancos centrales gastaron billones para comprar «activos» sin valor y encerrarlos en cajas fuertes a la espera de que su valor volviera a subir, lo que permitiría volver a colocarlos en los mercados. Y dieron paso a una década sin precedentes de dinero barato (es decir, tipos de interés ultra bajos) para permitir que empresas ruinosas, no rentables y marginales siguieran vivas y compitieran un día más. La disciplina de mercado -formada por ganadores y perdedores- dio paso a la intervención estatal destinada a mantener a todos en el juego.
Todo esto sólo ha servido para aplazar lo inevitable. Hoy, todos los intentos de esquivar la destrucción creativa están fracasando; las instituciones mundiales son conscientes de este fracaso y lo admiten en sus sombrías previsiones.
Lo que seguirá al colapso de la globalización sólo puede ser objeto de especulación.
Lo que está claro es que entramos en un periodo de creciente incertidumbre y conflicto. El auge de los populismos de derechas ha estimulado un marcado descontento con las soluciones tradicionales, fomentando el nacionalismo y el proteccionismo. Numerosos gobiernos de Europa (Hungría, Polonia, Italia, los países bálticos, etc.) y Asia (India, Turquía, Taiwán, Japón, etc.) han virado bruscamente a la derecha, abrazando la militarización, el sectarismo y el nacionalismo. Estados Unidos y sus aliados ya no son los campeones del libre mercado y recurren a aranceles, sanciones y otras medidas agresivas y unilaterales.
Las alianzas y las reglas del juego establecidas en los años noventa y la primera década del nuevo siglo se están desmoronando. El liderazgo mundial se disputa, lo que implica riesgos de guerra. La ilusión de la globalización en la que «todos ganan» está dando paso a la voracidad de «acaparar todo lo que se pueda».
No se recuerda ningún otro período en el que Estados Unidos y sus aliados hayan podido apoderarse impunemente de los recursos financieros de otro país como Venezuela o Rusia. Todos los indicios hablan no de orden mundial, sino de desorden mundial, marcado por alianzas efímeras y volubles entre viejos aliados y viejos enemigos. Turquía puede atacar aviones rusos en Siria y simultáneamente vender drones a Rusia para que los utilice contra Ucrania. Arabia Saudí puede ayudar a los fundamentalistas a matar rusos en Siria y, al mismo tiempo, promover un acuerdo petrolero mundial con Rusia. Rusia puede vender armas tanto a la República Popular China como a la India, aprovechando las crecientes tensiones entre ambos países. Estados Unidos puede destruir impunemente los oleoductos que permitían a Alemania obtener energía barata de Rusia, mientras que los Emiratos Árabes Unidos revenden a Alemania petróleo ruso oficialmente sancionado. Y así sucesivamente. El único principio que subyace en las relaciones internacionales es cada vez más la ausencia de cualquier principio.
La crisis se hace evidente, cuando aquellas mentes «privilegiadas» (tendencialmente hiperoptimistas) que trabajan para el Banco Mundial, el FMI y la OMC ahora están anunciando un futuro sombrío para el capitalismo global. Todos estamos advertidos.