CÉDRIC DURAND, PROFESOR DE ECONOMÍA DE LA SORBONNE ( PARIS XIII)
Hoy en día, los gestores de activos están especialmente ansiosos por aprovechar las nuevas oportunidades rentistas que surgen de la inversión en infraestructuras respaldada por el Estado. Sin aumentar los impuestos sobre las sociedades y las rentas del capital, ni hacer que las industrias pasen a ser propiedad pública directa, las subvenciones estatales implican una transferencia de recursos del trabajo y el sector público al capital, exacerbando las desigualdades y los resentimientos.
El retorno de la política industrial es ineludible, catalizado por los choques acumulados del COVID-19 y la guerra de Ucrania, así como por cuestiones estructurales a más largo plazo: la crisis ecológica, la vacilante productividad y la alarma ante la dependencia de los Estados occidentales del aparato productivo chino. En conjunto, estos factores han ido minando la confianza de los gobiernos en la capacidad de la empresa privada para impulsar el desarrollo económico.
Por supuesto, el ‘estado emprendedor’ nunca desapareció, especialmente en Estados Unidos. Los fondos de la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzada de Defensa y los Institutos Nacionales de Salud han sido cruciales para mantener la ventaja tecnológica del país, financiando la investigación y el desarrollo de productos durante las últimas décadas. Sin embargo, está claro que se está produciendo un cambio sustancial. Como señaló un grupo de economistas de la OCDE , «cada vez se cuestionan más las llamadas políticas horizontales, es decir, las intervenciones disponibles para todas las empresas y que incluyen condiciones marco empresariales como impuestos, regulaciones de productos o del mercado laboral». Mientras tanto, «los argumentos a favor de que los gobiernos dirijan más activamente la estructura del sector empresarial están ganando terreno». Cientos de miles de millones de financiación específica inundan ahora las empresas de los sectores militar, de alta tecnología y ecológico a ambos lados del Atlántico.
Este giro forma parte de una reconfiguración macroinstitucional más amplia del capitalismo, en la que una economía pospandémica de alta presión ha endurecido los mercados laborales mientras que la centralidad de las finanzas sigue disminuyendo. Estos fenómenos son muy complementarios: la financiación pública estimula la economía y puede impulsar la creación de empleo, mientras que la asignación administrativa del crédito sirve para admitir que los mercados financieros son incapaces de atraer la inversión necesaria para hacer frente a los grandes retos coyunturales. A un nivel muy general, este giro neoindustrial debería mirarse como positivo, ya que implica que la deliberación política puede desempeñar un papel algo mayor en las decisiones de inversión. Sin embargo, a nivel más concreto, hay mucho de lo que preocuparse. A estas alturas, podemos identificar al menos tres dimensiones problemáticas.
En primer lugar, el alcance de este giro en sí mismo. Aunque las sumas son considerables, no están a la altura de los retos civilizacionales a los que nos enfrentamos, ni mucho menos de la completa reestructuración de la economía que exige el colapso climático. Esto es especialmente cierto en Europa, aquejada de una vulnerabilidad estructural crónica debida a medidas de austeridad autoinfligidas -actualmente rebautizadas con el nombre de «vías de ajuste fiscal» – y divisiones cada vez más profundas entre el centro y la periferia.
La geopolítica de la política industrial es especialmente tensa en el contexto del mercado único de la UE. Hayek era un firme partidario del federalismo precisamente porque sabía que una unión de este tipo crearía serios obstáculos a la intervención estatal. Llegar a un acuerdo a nivel federal para apoyar a un sector concreto es excepcionalmente difícil debido a los intereses nacionales divergentes, fruto a su vez de la especialización productiva y el desarrollo desigual. A nivel nacional, por el contrario, la relajación de las disposiciones sobre ayudas estatales tiende a suscitar la resistencia de los Estados miembros más débiles, que temen que los países con mayor espacio fiscal -Alemania en particular- puedan mejorar su ventaja competitiva, agravando aún más la polarización productiva de la Unión.
Dado que todo el edificio europeo se construyó sobre la premisa de que la competencia es suficiente para garantizar la eficiencia económica, la capacidad técnico-administrativa para aplicar la política industrial es prácticamente nula. Mientras tanto, al otro lado del Atlántico, la austeridad ha tenido efectos igualmente perjudiciales sobre la capacidad estatal. Preguntado por la viabilidad del programa de Biden, Brian Deese, ex director del Consejo Económico Nacional, se mostró cauteloso: «Gran parte de ello depende de la profesionalidad de la función pública a nivel federal y a nivel estatal y local, que en gran medida se ha vaciado».
En segundo lugar, la esencia del neoindustrialismo es preocupante. Las decisiones que se están tomando actualmente sobre la orientación de la financiación conformarán la estructura productiva durante las próximas décadas. En el frente ecológico, el principal problema es que se conciben casi exclusivamente como subvenciones para ecologizar las instituciones y los productos básicos existentes, en lugar de reorientar la economía sobre la base de la sostenibilidad. La industria automovilística es un ejemplo de ello. Idealmente, las políticas verdes desarrollarían soluciones de transporte multimodal con un papel limitado para los vehículos pequeños y electrificados. Sin embargo, esto implicaría una drástica reducción del sector automovilístico, algo impensable para los fabricantes de automóviles con ánimo de lucro, que en su lugar están impulsando los SUV totalmente electrificados de alto margen.
Para conciliar el aumento de la productividad con los imperativos medioambientales, la política industrial necesitaría no sólo los recursos para apoyar el cambio estructural, sino también los medios para que los planificadores estatales disciplinen a los capitalistas. Las lecciones del desarrollismo posterior a la Segunda Guerra Mundial dibujadas por Vivek Chibber siguen siendo válidas: las empresas entienden la política industrial como «la socialización del riesgo, dejando intacta la apropiación privada del beneficio». Por lo tanto, se resisten firmemente a «medidas que otorguen a los planificadores cualquier poder real sobre sus decisiones de inversión».
Otra cuestión cualitativa es el aumento global del gasto militar. A falta de lo que Adam Tooze llama «un nuevo orden de seguridad basado en la adaptación al ascenso histórico de China», hemos entrado en una Nueva Guerra Fría con el aterrador potencial de extenderse más allá del escenario ucraniano. Mientras que algunas empresas tienen mucho que perder en una confrontación con China, otras pueden salir beneficiadas. Junto con el complejo industrial-militar, las corporaciones de Silicon Valley están alimentando deliberadamente los temores sobre las capacidades chinas en IA, con la esperanza de asegurar el apoyo público a sus actividades y bloquear el acceso a los mercados extranjeros aliados. Esto ha creado una relación de refuerzo mutuo entre el afán de lucro privado y el poder estatal, al estilo imperialista tradicional.
El tercer problema tiene que ver con el equilibrio entre clases. En su recientemente publicado libro L’Etat droit dans le mur, Anne-Laure Delatte se interroga sobre las raíces económicas del declive de la legitimidad del Estado. Sostiene que, tanto en Francia como en el resto del mundo, el aumento de los impuestos sobre los hogares -la mayoría de ellos regresivos- fue acompañado de un incremento del gasto público en beneficio de las empresas. Esto creó un Estado viciado, orientado en gran medida hacia el sector financiero, y una población general cada vez más desconfiada de la formulación de políticas públicas. Hoy en día, es fácil ver cómo una política industrial ambiciosa podría agravar estos sesgos pro-corporativos. Los gestores de activos están especialmente ansiosos por aprovechar las nuevas oportunidades rentistas que surgen de la inversión en infraestructuras respaldada por el Estado. Sin aumentar los impuestos sobre las sociedades y las rentas del capital, ni hacer que las industrias pasen a ser propiedad pública directa, las subvenciones estatales implican una transferencia de recursos del trabajo y el sector público al capital, exacerbando las desigualdades y los resentimientos.
El apoyo de Occidente a la política industrial está explícitamente motivado por las proezas productivas chinas. Sin embargo, no se puede exagerar la singularidad de China. Allí, el capital estatal es dominante gracias a la propiedad pública en sectores estratégicos y ascendentes de la economía, las «alturas dominantes» en términos leninistas. Además de disfrutar de derechos de propiedad formales sobre activos clave, una forma muy específica de organización permite al PCCh ejercer cierto control sobre la trayectoria general de desarrollo del país. Su cultura de disciplina interna es crucial para asignar a los políticos dos identidades como amos del capital y servidores del partido-estado. Esto proporciona una base firme para la planificación pública, permitiendo que la acumulación privada coexista con las fuerzas que dan forma al mercado, como las políticas de crédito y de adquisiciones. La red público-privada del PCCh también es muy adaptable, lo que permite al Gobierno aplicar cambios políticos importantes con relativa rapidez. Tras la crisis financiera de 2008, las instrucciones políticas se transmitieron inmediatamente a los miembros del partido en previsión del enorme paquete de estímulo estatal, lo que dio lugar a una respuesta fiscal mucho más rápida y eficaz que en Estados Unidos o la UE.
En las sociedades occidentales liberales, por el contrario, la disciplina efectiva sobre las corporaciones sólo puede provenir de la presión popular externa. Así pues, para las organizaciones de campaña y los partidos de izquierda, el giro neoindustrial es una buena noticia sólo en la medida en que da un nuevo impulso a viejas preocupaciones: ¿Quién decide adónde va el dinero? ¿Cuáles son sus objetivos? ¿Cómo se usa y se malgasta? Tal vez, al ayudarnos a formular esas preguntas, el neoindustrialismo acabe poniendo de manifiesto la insuficiencia de sus propias respuestas.