GENIS PLANA, DOCTOR en FILOSOFÍA POLÍTICA (Fuente: El viejo Topo)
Ni Trump ni ningún líder europeo que siga su estela conseguirá responder a las necesidades populares con el simple hecho de finiquitar el disparate woke y sus políticas públicas
Este lunes 20 de enero se llevó a cabo la investidura de Donald Trump. Su segundo mandato. Si nos preguntamos cuáles son los grupos sociales que han sido determinantes en su elección, podríamos referir, ante todo, a ciertos grupos de poder cuyos intereses se encuentren más cerca del republicano que, por el contrario, de la saliente administración demócrata. El caso más evidente es Elon Musk.
Hasta hace poco, el director de Tesla apoyó las políticas ecologistas de Biden: la preocupación del Partido Demócrata por el cambio climático implicaba subvenciones al coche eléctrico. Ahora, sin embargo, la cuestión es otra: la competencia de los vehículos eléctricos chinos. Musk necesita que Tesla siga monopolizando el mercado estadounidense de vehículos eléctricos, y es Trump quien le ofrece más garantías para que ello sea así. Sus promesas de aumentar los aranceles a ciertos productos procedentes del extranjero son beneficiosas para Musk, por lo que el magnate de origen sudafricano ha hecho campaña por Donald Trump y, finalmente, se ha unido al que será su equipo de gobierno.
Dado el carácter decisivo que supone el financiamiento de las campañas electorales por parte de unas fortunas económicas que, posteriormente, determinan la acción del gobierno, la democracia norteamericana es plenamente compatible con la idea de un gobierno oligárquico. Una forma de gobierno en que el poder lo ejerce un grupo de notables que orientan los asuntos públicos en beneficio de su fortuna y propiedades particulares, eso es lo que desde Aristóteles se entiende por oligarquía.
DOS FACCIONES DE LA OLIGARQUÍA
La cuestión de fondo es que hay cierto capital cuyo negocio depende de medidas económicas proteccionistas para estabilizar a un mercado interior, tanto de fuerza de trabajo como de consumidores. Hablamos de un capitalismo territorializado, que necesita un Estado-nación relativamente cohesionado para operar. En oposición a este capitalismo territorializado nos encontramos con otra facción de la oligarquía, la relativa al capitalismo desterritorializado. A este otro capitalismo, principalmente presente en las tecnologías de la comunicación y del entretenimiento, así como en la industria de las finanzas, le puede ir bien o mal independientemente de lo desbarajustada que se encuentre una nación, y de lo deteriorada que esté su infraestructura básica.
Según los datos recogidos por la plataforma Quiver Quantitative, los principales donantes económicos de Kamala Harris fueron Google, Netflix, Microsoft, Arista Networks, y Twilio. Todas esas corporaciones le deben su existencia a una red de comunicación telemática. Con respecto a Trump, cierto es que entre los principales donantes también se encuentran corporaciones del sector financiero como Blackstone o Charles Schwab, así como empresas de software como Palantir, pero el elemento diferencial con respecto a su oponente presidencial fue el respaldo económico ofrecido por una serie de sectores económicos cuya actividad no depende del mundo cibernético: comercios como The Home Depot o Walmart, aerolíneas como American Airlines, o compañías logísticas como FedEx.
Son dos las facciones de la oligarquía estadounidense que se disputaban estar preferencialmente representadas en The White House. Son opuestos los valores humanos que proyectan, y sus respectivas longitudes de onda están configurando el cromatismo ideológico con que en Europa se observa la vida sociopolítica. En oposición al subjetivismo identitario inserto en el cosmopolitismo abstracto del capitalismo desterritorializado, el capital territorializado apuesta por conservar una noción de vida buena común a los miembros de la sociedad política. Y sobre esos mimbres morales es que una opción como Trump se granjea un apoyo significativo de votantes que, no participando de espacios de poder, requiere de vínculos de solidaridad. Son personas precarizadas, en situación económica vulnerable, que legítimamente se sienten menospreciados por la clase política.
EL PUEBLO EMPOBRECIDO
Se suele decir que Estados Unidos es un país fracturado socioculturalmente. Por un lado, el liberalismo progresista asociado a las élites urbanas; por otro lado, el populismo antiestablishment aglutinado por la figura de Donald Trump. Desde las principales terminales mediáticas, asociadas a la facción liberal progresista, se suele explicar el apoyo a Trump atendiendo a la psicología viciada de sus simpatizantes: una suerte de subciudadanos impregnados de machismo o de racismo. Esta interpretación no busca comprender el malestar de amplios sectores de la población que encuentran en Trump una posible solución, sino ventilar el fenómeno social desde una posición de superioridad moral.
Si queremos hacernos cargo de la sensación de marginación de parte del electorado de Trump, debemos observar si en ella existe un fundamento de verdad. Ciertamente, amplios sectores de la clase obrera han visto reducido su bienestar. Si ampliamos el foco observamos a la clase obrera blanca que no goza de la proyección mediática ni de las políticas de discriminación positiva de los llamados grupos racializados o de las minorías elegebeté. Trabajadores que no se han visto beneficiados por la diversificación identitaria de los espacios profesionales. Y cuyos medios de subsistencia dependen de actividades laborales de escaso nivel formativo que, o bien desparecen a causa de la deslocalización productiva, o bien son monopolizadas por inmigrantes dispuestos a asumir una menor retribución salarial.
Son los perdedores de la globalización. Proceden de la clase trabajadora, e incluso de las clases medias en declive, y residen en las periferias urbanas o en los estados del interior del país. Para ellos existen términos despectivos como white trash o redneck. Y, claro está, las políticas de las identidades no ofrecen soluciones para su creciente precarización. La clase política (el establishment de Washington) representa ese discurso en favor del feminismo, del ecologismo, de la inmigración, de las minorías o de un mundo global, y mientras tanto las condiciones económicas de las mayorías sociales siguen deteriorándose. Entonces, surge el populismo.
EL RESURGIR DEL POPULISMO
Se dice que el populismo es una reacción que históricamente surge en momentos de declive social, cuando son obturadas las posibilidades vitales de buena parte de la sociedad. Además, hay que recordar que Estados Unidos cuenta ya con una tradición populista. Sin descuidar a los movimientos naródniki (los populistas rusos) y su organización política Naródnaya Volia, en Estados Unidos se fundó el primer Partido del Pueblo: el People’s Party. A finales del siglo XIX, el pueblo al que apelaba el People’s Party era el pueblo norteamericano damnificado por la concentración de capitales en pocas manos, así como por la influencia de las grandes corporaciones sobre el Gobierno Federal.
La aparición de ese primer populismo estuvo marcada por el auge industrial, la extensión del ferrocarril y la explotación petrolífera como nueva fuente de energía. Un escenario que abrió una profunda brecha entre los hombres de negocio (las nuevas élites que incidían cada vez más sobre el poder político) y las mayorías sociales, cuyo componente aún era principalmente agrario. En ese contexto se acuñó la expresión Robber Barons, los “barones ladrones”, es decir, los magnates que se enriquecen porque logran acaparar las riquezas del país. Así podemos afirmar que la tradición populista está enraizada en el país.
Hoy vivimos otro proceso de acumulación por desposesión que, asimismo, genera análogas consecuencias. Las mayorías sociales se activan políticamente, y lo hacen en búsqueda de un líder que dé respuesta a sus necesidades socio-económicas, pero también simbólico-existenciales. Porque buena parte de las mayorías sociales ya están cansadas de gestores de la administración, asépticos técnicos o tecnócratas al servicio de intereses corporativos que contribuyen a descomponer el sentido de pertenencia nacional. Se anhela un líder que, además de comprometerse con aquellos cuya subsistencia cotidiana resulta complicada, sea capaz de restaurar el orgullo de pertenencia a la comunidad política. Para muchos ese líder está encarnado en Donald Trump.
ANTICIPANDO EL ESCENARIO EUROPEO
En Europa Occidental reproducimos las mismas dinámicas que se experimentan en Estados Unidos. Es normal, por tanto, que las reacciones resulten parecidas. Las instituciones que deberían atender las demandas populares ya no cumplen su función. Y eso cuestiona la misma legitimidad del sistema político. En ausencia de organizaciones vigorosas, como otrora lo fueron las de signo marxista, con capacidad de canalizar el descontento popular, se presupone que las alternativas políticas asuman la forma de mesianismos sobrevenidos.
Así como Trump más que un conocido empresario ya era una celebridad nacional antes de postularse como candidato presidencial, cabe preguntarse de dónde procederán quienes en un futuro próximo se reivindiquen a sí mismos como salvadores de la patria en los países de Europa Occidental. Ante un aparato político cada vez más asociado a la ineficacia, a la corrupción, al “saqueo fiscal” y a la imposición de un determinado marco mental, es de suponer que la impugnación política salga de entre los influencers youtuberos, empresarios de sí mismos, percibidos como salvadores de las clases populares pese a seguir, aunque en adelante por sendas no progresistas, los mismos lineamientos liberales que sus predecesores.
El pueblo apoyará a quienes se presentan por fuera del sistema (la figura del outsider irreverente), y ofrezcan promesas, aparentemente creíbles, de estabilidad y de seguridad. ¡Y de identidad nacional! Porque las mayorías sociales quieren seguir sintiéndose como parte de una comunidad con valores compartidos. De ahí las resistencias populares a las identidades fluidas, y a su deconstrucción y formateo en abstracciones cosmopolitas. Sin embargo, no se podrán alcanzar (o restaurar) tiempos mejores referenciando únicamente al plano simbólico de la nación. Se necesita incidir sobre la base económica de muchos desaguisados sociales.
NO ES NUESTRO REFERENTE
No se cumplirán las aspiraciones de buena parte del electorado de Donald Trump si es que su nuevo mandato se limita a luchar contra las expresiones ideológicas del capitalismo desterritorializado. No basta con suprimir la propaganda queer o prohibir el trans-activismo en escuelas y colegios. El gran problema es que los recursos se canalizan a favor de una minoría de privilegiados, y las estructuras favorecen ese proceso de concentración de capitales en pocas manos.
La promesa de Trump no es sólo la promesa de sentido común contra la disolución de los vínculos sociales que fomenta el wokismo, sino que es, sobre todo, una promesa de relocalizar las fábricas, de reducir la dependencia de los recursos estratégicos, y de fortalecer la economía doméstica. Y no está claro que ello vaya a ocurrir. Para empezar, porque no parece compatible con la reducción fiscal, la contención monetaria y la rigidez presupuestaria que presumiblemente siga la política económica de Trump.
Ni Trump ni ningún líder europeo que siga su estela conseguirá responder a las necesidades populares con el simple hecho de finiquitar el disparate woke y sus políticas públicas. De igual manera, recuperar la base industrial no es condición suficiente para lograr una mayor cohesión social. Además de revertir la externalización de la producción (o el cierre de la industria que subsiste), y de suprimir la aplicación de nuevos impuestos sobre las clases populares (a veces bajo la denominación de impuestos verdes), el verdadero líder del pueblo debe detener la actual distribución regresiva de los ingresos (modificando su curso, desde el capital hacia el trabajo). Y aquí no esperamos encontrar a Trump.
SOBRE LA POLÍTICA EXTERIOR
Lo interno y lo externo siempre se relacionan, pero no necesariamente de forma simple o evidente. Hacer América great again puede comportar una política sumamente agresiva para los países vecinos. A diferencia del Democratic Party, no se prevé que Trump proyecte el militarismo yanqui hacia Eurasia, sino que lo concentre en su área geográfica más cercana: America’s backyard. Eso debe aliviarnos como españoles, pero preocuparnos como parte de la familia hispanoamericana.
Hispanoamérica sería la principal damnificada en ese impulso estadounidense por evitar su decadencia geopolítica. Todos tenemos en mente el petróleo de Venezuela, pero, además, recientemente hemos oído a Trump expresar su interés por apropiarse del Canal de Panamá. A eso hay que añadirle el futuro dominio sobre Groenlandia, y tampoco se debe descartar la pretendida absorción de Canadá. Y ante esta renuncia a actuar como núcleo del globalismo cosmopolita en favor de un descarado regreso al interés nacional, debemos preguntarnos cuál será la posición que asumen los demás países que conforman la gobernanza occidental.
Sea como fuere, la lección que podemos sacar es la siguiente… El Estado debe jugar un papel importantísimo a la hora de impulsar la creación de empleos y de activar la economía real, de controlar el papel de las finanzas y de aumentar las posibilidades vitales de los ciudadanos. Pero debemos oponernos a ese Estado cuando pretenda hacerlo a costa de depredar los recursos de otros países, o directamente de expandirse territorialmente. A ello se le llama imperialismo. Y, sea de forma sutil o insolente, es independiente de quien gobierne los actuales Estados Unidos de América
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